Estoy alarmado, en la escuela ya no se pasa metodología pura ni mito particular alguna, ni martín de lusenet, ni Jeannette, ni a bambino.
Me encanta viajar en coche con la música a tope a tope, fumando petas y bebiendo Ginebra. Pensaba que no iban a concederme estudiar en Irlanda de intercambio, por los antecedentes que te dije. Pero viví en Fingal y fui Gregory Peck, Jaume Ray buscando hormonas en los huevos de Gary Cooper.
Soy guapo, y prota de toda mi obra, lo hace y lo canta todo: Thor D. Dragonhead.
Yo también fui alumno de Lovecraft, Monzó, Bukowski o Groucho, también de Rubianes y del Terrat. 13 por 7 no cabe en ningún salón, con Ventura íbamos a gusto y le hacíamos de palanganeros. Encontramos las luces azul cielo de la calle valencia. Rollo piscina, rollo pez.
¿Toni? Mi primo Antonio si que se lo monta bien, colgado del palo del palo eléctrico. Maria está celosa y mueve el culo al andar. "Oye, mira a ver si arriba del poste esta mi señor haciéndose una paja por mi" . La libido me llega hasta la frontera de la Jonquera.
Veo reyes en el agua, veo un siete, un siete de corazones, también juego a la sota, tengo un trío bien jodido. 8 o 9 amigos desaparecidos, el calabozo y el desprecio del hombre como Dios manda. ¿de prestado que quieres? Mendigo del visto bueno de los amigos. Luego me hice adulto.
Pero soy vago, ataxico y algo indisciplinado, hago canciones preciosas que no se cantar, siempre me pierdo y cofundo la letra, además, se que no se me entiende y que la culpa no es solo de mis dientes. No, mis canciones son como yo: "Como cuando se abren los girasoles con el sol de la mañana, mi corazón late en emoción y el dolor desaparece. Y cuando te vas, el regusto amargo del crepúsculo nos invade y los malos sentimientos brotan de nuevo".
Yo quiero una botella de vino joder. Es cuestión de espíritu ¿sabes?, las canciones nacen de la bola de la libertad, y aunque nadie escriba canciones para nadie, yo te tengo en mi corazón.
Ya no se me levanta, no siento atracción por nadie, hace tiempo que dejé de creer en el sexo y no me dejan tomar lo que quiero, porque alguien decidió que fuera ilegal. Llamo a Barcelona, a casa de Joan, nadie me contesta ¿Dónde coño estará?, ¿y nuestro pacto Lou?
Gracias, pero no tengo fuerzas para cambiar de vida, demasiado cobarde, temo a la muerte para ser un suicida, demasiado curioso de lo que será, de todo lo que nos puede pasar. Seguiré escribiendo, seguiré emborrachándome, y seguiré exprimiendo la vida, porque no se hacer otra cosa que no sea sobrevivir. Lo gasto todo en mi carrera, porque el arte va primero. Hasta que me encuentre bajo un puente, con un brick de vino tinto marca Don García, ese que cuesta 64 céntimos en el supermercado. Y moriré libre, y me mearé en la cara de Dios, y de la virgen, y de Satanás.
Devuelve al container lo que es del container.
Historias corrientes que nunca han pasado. Cualquier coincidencia con la realidad es puramente falsa y soy inocente hasta que se demuestre lo contrario. Si hay algo que reclamar, reclamad a Dios que me hizo a su imagen y semejanza. Si hubiera nacido hace 300 años sería el típico charlatán que vende elixires y se pira con la pasta, pero como estamos un poco avanzados, pues no me queda otra que escribir cuentos.
lunes, 3 de diciembre de 2018
jueves, 1 de noviembre de 2018
DICIEMBRE
A la atención de Don Adolfo:
Diciembre, la vuelta al mundo de los sueños. Cuando eres pequeño, ves como poco a poco las plazas y las calles se iluminan de mil y un colores, con bombillas centelleantes, en un derroche de energía eléctrica, fomentando la competitividad entre barrios, pueblos y ciudades. Esa época mágica del año donde en la tele pasan los anuncios de los juguetes de moda, y que todo niño travieso empieza a portarse bien para que esos tres monarcas interraciales y mágicos se olviden de los once meses anteriores y les traigan los presentes que tanto ansía. Esas figuras cambian según el país, los judíos tienen el hannukah, los belgas a San Nicolás incluso en Rusia tienen a Ded Moroz que viene acompañado de su sobrina Snegúrochka, o mujer de las nieves. Pero todos se basan en la misma premisa: Si has sido bueno, te recompensaremos.
A mi, esta época del año me enferma. Literalmente, empiezo a sufrir pequeños ataques de ansiedad, quemazón en el estómago y un hormigueo repulsivo por las plantas de mis pies, meramente por sentir el aire fresco que sopla en Tenerife esta época del año, donde pasamos las navidades con unos calurosos 25 grados. Esta época del año feliz y familiar, a mi se me antoja melancólica y triste. Y eso es porque yo, en esta época del año, evito comer u oler cualquier cosa que sepa a mora o a frutas del bosque. El resto del año me son totalmente indiferentes, pero en esta época no los soporto. Y para ello tenemos que remontarnos a mi niñez.
Cuando no era más que un pipiolo, a principios de los 90 o quizá a finales de los 80, la navidad era la panacea para un niño. Su reino, sus dominios absolutos. Y cuando vives en una isla con clima tropical, donde impera el sol 360 días al año mucho mejor, ya que esta peculiaridad nos brinda una libertad absoluta, comparándonos siempre con esas pobres criaturas que viven en la península y que no tienen otro remedio que quedarse en casa ataviados en mantas y sudaderas, pantalones de pijama por encima de leotardos, calcetines de lana encima de otros calcetines que se introducen en unas zapatillas de cuadros de andar por casa, de esos rojos y verdes y azules. En comparación a esas cebollas andantes, los isleños íbamos en camisetas de manga corta, e incluso nos metíamos algún chapuzón para mitigar el calor en las playas bellísimas. íbamos a la playa o a la montaña, y después a casa a comer. Luego nos pegábamos a la tele a ver El equipo A, UVE, Dragones y mazmorras, luego salíamos de nuevo a jugar con los demás niños, o a cantar al Karaoke del barrio canciones de Radio Futura y de Nacha Pop. Los viernes siempre había un mercadillo en la plaza del pueblo a comprar chorradas y muñecos con la paga semanal que nos daban nuestros respectivos padres, me compraba muñecos de las tortugas ninja, cromos de fútbol y muñecos de indios y vaqueros que luego quemábamos en la hoguera de la playa y nos divertíamos viendo como se derretían. Pero si algo recuerdo de esos viernes, era que nos reservábamos 25 pesetas para comprar una bolsa repleta de Burmar Flax.
Los Burmar Flax eran la droga para niños más extendida en los 80 y 90, comúnmente denominados "polines".. En la península se comían en verano, pero en Tenerife los teníamos todo el año. Eran esas barras de hielo con colorante y azúcar que chupábamos y derretíamos en el plástico que lo recubría y que más de uno, dado el entusiasmo del lametón, se quedó con la boca cortada como el Joker de Batman.
En aquellas bolsas de Burmar Flax había un montón de ellos, tantos que parecía que no fueran a acabarse nunca. Pero siempre se acababan, y en un mes podías haber comprado tres, cuatro o cinco bolsas perfectamente, por lo que podéis imaginar el nivel de azúcar y líquido con colorante que ingeríamos en un solo 30 días. Para finales de año, cuando nos daban las vacaciones en el colegio, la mayoría de nuestros amigos ya se habían ido a sus hogares en la península, para pasar navidad con otros familiares o de vacaciones, y nos quedábamos solos mi hermana y yo en aquella urbanización donde nos criamos, en la cual todas eran o segundas residencias de gente de la península, o casas vacías de amigos que estaban de vacaciones, todas menos la nuestra.
Recuerdo a los amiguetes de Madrid, de la sierra, que venían en verano y con los que escuchábamos casetes de Loquillo y de la Unión. También recordaba a mi compañero de clase Juan, que vivía en el centro y sus padres estaban separados, y por eso tenía un montón de videojuegos super molones, y aquella niña, que creo recordar se llamaba Laura, que se iba a pasar la navidad a Puertollano y que estaba secretamente enamorado. Cuando ya no quedaba ninguno de ellos, mi barrio se tornaba triste, lúgubre, sumido en la penumbra más intensa. No se escuchaban risas, ni pájaros volando, ni charcos siendo pisados. El sentimiento de vacío era estremecedor, y la amenaza de volver a pasar una navidad solo lo hacía aún peor.
Lo curioso de este caso, es que paralelamente y metafóricamente, el congelador de casa también iba quedando desolado, porque en el mes de Diciembre no ponían el mercadillo, ya que hacían un pesebre, por lo que nuestro suministro de Burmar Flax se veía paralizado. El congelador se iba quedando vacío y carente de colores, los colores de esos polines, Siempre esperando en aquel oasis de frescor. Los primeros días íbamos comiendo los que más nos gustaban. Empezábamos por los de fresa, limón, naranja, los azules de tutti-frutti, los verdes de manzana, seguían los de cola... Pero en el fondo del congelador, quedaban los que no nos gustaban tanto: Los de mora. Esos polines violáceos, con ese tono fúnebre, como de agua sucia, estancada. Quien inventó el polín de mora, no ha probado una mora en su vida, eso está claro. Durante meses se iban acumulando al fondo. No es difícil imaginar el cuadro, verdad?
Un niño sentado en una solitaria calle, en el bordillo de la acera. Ni un coche, con la única compañía de su hermana pequeña y lamiendo aquel polo lamentable, insípido y patético. La misma imagen que se repetiría durante todo un mes. Cuatro semanas, 30 días, 730.001 horas. Aquel bordillo de la calle General Prim, anteriormente lleno de vida y felicidad juvenil, de aventuras y peleas, de deportes y de acción, y ahora solitario e incipiente, solo y oscuro, viendo como los días se iban haciendo poco a poco más cortos y el manto de la noche lo cubría todo, y sabiendo que aún me quedaban varios polos de mora acumulados de 5 o 6 meses en el congelador. Y además, que a los pocos días iba a tener juguetes nuevos y no tendría con quien jugar. Puede que para quien no lo haya vivido pueda parecer una rabieta, pero esta sensación de tristeza y ansiedad, caló tan hondo en mi, que aún hoy en día sigue manifestándose, y en Diciembre no puedo ni oler las moras o las frutas del bosque. Y aunque ya hayan pasado 30 años, sigo estando igual de desprotegido que aquel chaval de los ochenta que se sentaba en el bordillo a ver pasar el tiempo y a esperar a sus amigos.
Simplemente me gustaría, señor juez, que tenga en cuenta esta carta que le escribo, para que sepa que cuando asesiné a la dependienta, no fue a mala fe, ni premeditado. Ella me ofreció un bollo relleno de mora, por lo que apelo a la defensa propia.
Sinceramente;
Aitor Mora del Bosque.
Diciembre, la vuelta al mundo de los sueños. Cuando eres pequeño, ves como poco a poco las plazas y las calles se iluminan de mil y un colores, con bombillas centelleantes, en un derroche de energía eléctrica, fomentando la competitividad entre barrios, pueblos y ciudades. Esa época mágica del año donde en la tele pasan los anuncios de los juguetes de moda, y que todo niño travieso empieza a portarse bien para que esos tres monarcas interraciales y mágicos se olviden de los once meses anteriores y les traigan los presentes que tanto ansía. Esas figuras cambian según el país, los judíos tienen el hannukah, los belgas a San Nicolás incluso en Rusia tienen a Ded Moroz que viene acompañado de su sobrina Snegúrochka, o mujer de las nieves. Pero todos se basan en la misma premisa: Si has sido bueno, te recompensaremos.
A mi, esta época del año me enferma. Literalmente, empiezo a sufrir pequeños ataques de ansiedad, quemazón en el estómago y un hormigueo repulsivo por las plantas de mis pies, meramente por sentir el aire fresco que sopla en Tenerife esta época del año, donde pasamos las navidades con unos calurosos 25 grados. Esta época del año feliz y familiar, a mi se me antoja melancólica y triste. Y eso es porque yo, en esta época del año, evito comer u oler cualquier cosa que sepa a mora o a frutas del bosque. El resto del año me son totalmente indiferentes, pero en esta época no los soporto. Y para ello tenemos que remontarnos a mi niñez.
Cuando no era más que un pipiolo, a principios de los 90 o quizá a finales de los 80, la navidad era la panacea para un niño. Su reino, sus dominios absolutos. Y cuando vives en una isla con clima tropical, donde impera el sol 360 días al año mucho mejor, ya que esta peculiaridad nos brinda una libertad absoluta, comparándonos siempre con esas pobres criaturas que viven en la península y que no tienen otro remedio que quedarse en casa ataviados en mantas y sudaderas, pantalones de pijama por encima de leotardos, calcetines de lana encima de otros calcetines que se introducen en unas zapatillas de cuadros de andar por casa, de esos rojos y verdes y azules. En comparación a esas cebollas andantes, los isleños íbamos en camisetas de manga corta, e incluso nos metíamos algún chapuzón para mitigar el calor en las playas bellísimas. íbamos a la playa o a la montaña, y después a casa a comer. Luego nos pegábamos a la tele a ver El equipo A, UVE, Dragones y mazmorras, luego salíamos de nuevo a jugar con los demás niños, o a cantar al Karaoke del barrio canciones de Radio Futura y de Nacha Pop. Los viernes siempre había un mercadillo en la plaza del pueblo a comprar chorradas y muñecos con la paga semanal que nos daban nuestros respectivos padres, me compraba muñecos de las tortugas ninja, cromos de fútbol y muñecos de indios y vaqueros que luego quemábamos en la hoguera de la playa y nos divertíamos viendo como se derretían. Pero si algo recuerdo de esos viernes, era que nos reservábamos 25 pesetas para comprar una bolsa repleta de Burmar Flax.
Los Burmar Flax eran la droga para niños más extendida en los 80 y 90, comúnmente denominados "polines".. En la península se comían en verano, pero en Tenerife los teníamos todo el año. Eran esas barras de hielo con colorante y azúcar que chupábamos y derretíamos en el plástico que lo recubría y que más de uno, dado el entusiasmo del lametón, se quedó con la boca cortada como el Joker de Batman.
En aquellas bolsas de Burmar Flax había un montón de ellos, tantos que parecía que no fueran a acabarse nunca. Pero siempre se acababan, y en un mes podías haber comprado tres, cuatro o cinco bolsas perfectamente, por lo que podéis imaginar el nivel de azúcar y líquido con colorante que ingeríamos en un solo 30 días. Para finales de año, cuando nos daban las vacaciones en el colegio, la mayoría de nuestros amigos ya se habían ido a sus hogares en la península, para pasar navidad con otros familiares o de vacaciones, y nos quedábamos solos mi hermana y yo en aquella urbanización donde nos criamos, en la cual todas eran o segundas residencias de gente de la península, o casas vacías de amigos que estaban de vacaciones, todas menos la nuestra.
Recuerdo a los amiguetes de Madrid, de la sierra, que venían en verano y con los que escuchábamos casetes de Loquillo y de la Unión. También recordaba a mi compañero de clase Juan, que vivía en el centro y sus padres estaban separados, y por eso tenía un montón de videojuegos super molones, y aquella niña, que creo recordar se llamaba Laura, que se iba a pasar la navidad a Puertollano y que estaba secretamente enamorado. Cuando ya no quedaba ninguno de ellos, mi barrio se tornaba triste, lúgubre, sumido en la penumbra más intensa. No se escuchaban risas, ni pájaros volando, ni charcos siendo pisados. El sentimiento de vacío era estremecedor, y la amenaza de volver a pasar una navidad solo lo hacía aún peor.
Lo curioso de este caso, es que paralelamente y metafóricamente, el congelador de casa también iba quedando desolado, porque en el mes de Diciembre no ponían el mercadillo, ya que hacían un pesebre, por lo que nuestro suministro de Burmar Flax se veía paralizado. El congelador se iba quedando vacío y carente de colores, los colores de esos polines, Siempre esperando en aquel oasis de frescor. Los primeros días íbamos comiendo los que más nos gustaban. Empezábamos por los de fresa, limón, naranja, los azules de tutti-frutti, los verdes de manzana, seguían los de cola... Pero en el fondo del congelador, quedaban los que no nos gustaban tanto: Los de mora. Esos polines violáceos, con ese tono fúnebre, como de agua sucia, estancada. Quien inventó el polín de mora, no ha probado una mora en su vida, eso está claro. Durante meses se iban acumulando al fondo. No es difícil imaginar el cuadro, verdad?
Un niño sentado en una solitaria calle, en el bordillo de la acera. Ni un coche, con la única compañía de su hermana pequeña y lamiendo aquel polo lamentable, insípido y patético. La misma imagen que se repetiría durante todo un mes. Cuatro semanas, 30 días, 730.001 horas. Aquel bordillo de la calle General Prim, anteriormente lleno de vida y felicidad juvenil, de aventuras y peleas, de deportes y de acción, y ahora solitario e incipiente, solo y oscuro, viendo como los días se iban haciendo poco a poco más cortos y el manto de la noche lo cubría todo, y sabiendo que aún me quedaban varios polos de mora acumulados de 5 o 6 meses en el congelador. Y además, que a los pocos días iba a tener juguetes nuevos y no tendría con quien jugar. Puede que para quien no lo haya vivido pueda parecer una rabieta, pero esta sensación de tristeza y ansiedad, caló tan hondo en mi, que aún hoy en día sigue manifestándose, y en Diciembre no puedo ni oler las moras o las frutas del bosque. Y aunque ya hayan pasado 30 años, sigo estando igual de desprotegido que aquel chaval de los ochenta que se sentaba en el bordillo a ver pasar el tiempo y a esperar a sus amigos.
Simplemente me gustaría, señor juez, que tenga en cuenta esta carta que le escribo, para que sepa que cuando asesiné a la dependienta, no fue a mala fe, ni premeditado. Ella me ofreció un bollo relleno de mora, por lo que apelo a la defensa propia.
Sinceramente;
Aitor Mora del Bosque.
domingo, 16 de septiembre de 2018
Pan con pan
Suena el despertador, y este rompe el
silencio de una mañana muy calurosa. El mes de Mayo había sido seco,
y esa sequía aún hoy, en pleno mes de Julio estaba siendo
arrastrada convertida en mañanas curtidas en sudor.
En caso de beber una sola gota de agua,
esta huía apresuradamente por las glándulas sudoríperas sin haber
quitado tan siquiera la sed. El ambiente era detestable, por ello,
antes de que el despertador sonara, Ramona ya estaba escudriñando
su inmóvil figura desde el costado izquierdo de la cama. No podía
dormir, y eso le provocaba muy mal humor.
Fermina, Carmen y Adela, un grupo de mujeres que mas que amigas, se juntaban para chismorrotear sobre cualquier tipo de suceso del barrio, entre sonoras y dolorosamente agudas carcajadas y miradas de plena hipocresía. Si alguna vez una de “las chicas de oro” (nombre con el que el mozalbete del bar del Joselete les había bautizado) decidía no presentarse, o surgía algún imprevisto que demandara su atención, las tres cofrades restantes se abalanzaban con todo tipo de burlas e improperios sobre su persona. Hablaban de las revistas del corazón, de los programas del corazón e incluso de los sustos que les daba el corazón. Todo bajo el humor simple que caracteriza a muchas zonas del extrarradio sevillano.
Los comentarios jocosos eran la orden del día, y como si de un examen se tratara, Ramona pasaba horas sentada en la silla de formica de la cocina mientras engullía eternas revistas de prensa rosa, cientos de artículos de iluminados que algún día lejano fueron llamados periodistas.
Esa mañana, Ramona estaba especialmente mosqueada. No quería ver a sus compañeras de chismes, y desde luego no quería lanzarse a releer esas interminables rotativas de patraña. Además de estos pasatiempos, Ramona era una persona terriblemente avariciosa. No le gustaba gastar en lo absoluto.
Las chicas de oro le llamaban "La catalana" ya que su cartera estaba más cerrada que la puerta de un comercio a la hora de la siesta. Todas las revistas que leía, se las traía de incógnito del bar del Joselete, cuando el camarero se distraía con gallardía al intentar cortejar a alguna folclórica, o de la peluquería de la esquina, que aunque no era muy limpia, los precios eran bajísimos. Aborrecía a esa gente que se gastaba autenticas fortunas en hacerse esos peinados de abuela moderna, como la madre de Javier Bardem que salió en la Pronto de hace un par de semanas. Esos peinados con colores de fantasía absurda, salidos de la mente del más perturbado de los esquizofrénicos, pintados en los cuatro pelos que sobrevivían a la alopecia prominente fruto de tantas y tantas permanentes. Ella no era una excepción, claro. Gustaba de seguir las modas, era una señora coqueta. Pero si podía pagar 35 euros en vez de los 90 que pedían en la otra peluquería de la calle centro, pues mejor que mejor. Iba una vez cada dos semanas, y se llenaba la bolsa de mimbre del pan de revistas antiguas, con todos los crucigramas resueltos, y con las páginas arrugadas. Por eso, cada vez que las chicas de oro se juntaban, Ramona volvía a sacar temas antiguos, y para que las otras no se dieran cuenta de su desfase, decía que había vuelto a ver la resposición del programa de televisión.
Ese día la peluquería estaba cerrada, y Ramona estaba con la mas grande de las perezas. No tenía nada que hacer, ni lo pretendía. Ayer fue al Bingo, mañana irá al baile del centro cívico, donde bailaría éxitos de su pasado, temas de Manolo Caracol y paso-dobles de la faraona. Hoy se limitaría a bajar a por el pan a la panadería, e ir a la tienda del Jose María a comprarse un ventilador nuevo, puesto que con los dos colocados a cada lado de su cocina, no hacía mas que pasar el calor de un lado a otro. Sus amigas se habían comprado un aire acondicionado, incluso la Adela, que se quedó sin la pensión de viuda, pero su hijo Carlos, todo un manitas, le instaló uno de segunda mano. Ella no iba a pagar esa cantidad para estar fresca 8 de los 12 meses que tiene el año. Era absurdo!
Fermina, Carmen y Adela, un grupo de mujeres que mas que amigas, se juntaban para chismorrotear sobre cualquier tipo de suceso del barrio, entre sonoras y dolorosamente agudas carcajadas y miradas de plena hipocresía. Si alguna vez una de “las chicas de oro” (nombre con el que el mozalbete del bar del Joselete les había bautizado) decidía no presentarse, o surgía algún imprevisto que demandara su atención, las tres cofrades restantes se abalanzaban con todo tipo de burlas e improperios sobre su persona. Hablaban de las revistas del corazón, de los programas del corazón e incluso de los sustos que les daba el corazón. Todo bajo el humor simple que caracteriza a muchas zonas del extrarradio sevillano.
Los comentarios jocosos eran la orden del día, y como si de un examen se tratara, Ramona pasaba horas sentada en la silla de formica de la cocina mientras engullía eternas revistas de prensa rosa, cientos de artículos de iluminados que algún día lejano fueron llamados periodistas.
Esa mañana, Ramona estaba especialmente mosqueada. No quería ver a sus compañeras de chismes, y desde luego no quería lanzarse a releer esas interminables rotativas de patraña. Además de estos pasatiempos, Ramona era una persona terriblemente avariciosa. No le gustaba gastar en lo absoluto.
Las chicas de oro le llamaban "La catalana" ya que su cartera estaba más cerrada que la puerta de un comercio a la hora de la siesta. Todas las revistas que leía, se las traía de incógnito del bar del Joselete, cuando el camarero se distraía con gallardía al intentar cortejar a alguna folclórica, o de la peluquería de la esquina, que aunque no era muy limpia, los precios eran bajísimos. Aborrecía a esa gente que se gastaba autenticas fortunas en hacerse esos peinados de abuela moderna, como la madre de Javier Bardem que salió en la Pronto de hace un par de semanas. Esos peinados con colores de fantasía absurda, salidos de la mente del más perturbado de los esquizofrénicos, pintados en los cuatro pelos que sobrevivían a la alopecia prominente fruto de tantas y tantas permanentes. Ella no era una excepción, claro. Gustaba de seguir las modas, era una señora coqueta. Pero si podía pagar 35 euros en vez de los 90 que pedían en la otra peluquería de la calle centro, pues mejor que mejor. Iba una vez cada dos semanas, y se llenaba la bolsa de mimbre del pan de revistas antiguas, con todos los crucigramas resueltos, y con las páginas arrugadas. Por eso, cada vez que las chicas de oro se juntaban, Ramona volvía a sacar temas antiguos, y para que las otras no se dieran cuenta de su desfase, decía que había vuelto a ver la resposición del programa de televisión.
Ese día la peluquería estaba cerrada, y Ramona estaba con la mas grande de las perezas. No tenía nada que hacer, ni lo pretendía. Ayer fue al Bingo, mañana irá al baile del centro cívico, donde bailaría éxitos de su pasado, temas de Manolo Caracol y paso-dobles de la faraona. Hoy se limitaría a bajar a por el pan a la panadería, e ir a la tienda del Jose María a comprarse un ventilador nuevo, puesto que con los dos colocados a cada lado de su cocina, no hacía mas que pasar el calor de un lado a otro. Sus amigas se habían comprado un aire acondicionado, incluso la Adela, que se quedó sin la pensión de viuda, pero su hijo Carlos, todo un manitas, le instaló uno de segunda mano. Ella no iba a pagar esa cantidad para estar fresca 8 de los 12 meses que tiene el año. Era absurdo!
Así entró en la tienda del Jose María, y este estaba casi tirado en el mostrador, babeando, con un ojo cerrado y el otro con el párpado cayendo. Con cada cabezada que daba, se abría de repente y su pupila vagaba por el espacio, como buscando algún punto donde fijarse, pero volvía a desaparecer bajo el párpado. Era un hombre inteligente, pero terriblemente vago. Podía quedarse dormido en cualquier parte, literalmente. Cada semana que van al baile del centro cívico, Jose María se quedaba en una silla sentado, con su cabeza rebotando de un lado a otro, hasta que la música le despertaba. Muchas veces, desconectaba el sonotone, y simplemente dejaba que morfeo le abrazara con sus alas del sueño. Ya le daba igual lo que la gente dijera sobre el, no tenía nada que esconder.
Jose maría le ofreció un ventilador vertical, que simulaba ser un aire acondicionado, y proporcionaba un fresco muy agradable. Pero no era del agrado de Ramona, no por su funcionalidad, si no por su precio. En ese caso, el tendero le sacó un ventilador de pie, consistente y útil, pero tampoco llegaba a las expectativas de Ramona. Así pasaron por delante de los ojos de esta, seis o siete ventiladores mas, como si un pase de modelos se tratara, y ya exhasperado, Jose Maria le dejó el ventilador más antiguo con un descuento para que acabara esta tortura y poder seguir durmiendo en paz. Ramona aceptó la cortesía, empacó el ventilador en la bolsa de mimbre, y se dirigió a la panadería.
Pasó una o dos panaderías de la manzana, porque ella quería ir a la panadería del Ahmed, un emigrante de marruecos que hacía pan de dudosa calidad, pero mucho mas barato. Entró en el local, donde hacía un calor asfixiante, ya que juntar hornos con un pobre sistema de ventilación no era una buena idea ni en Sevilla, ni en Marruecos. Ella le pidió una barra del día anterior (que eran 10 céntimos mas baratas) pero ese día no le quedaban. Tuvo que gastarse 40 céntimos en una barra recién hecha, un lujo que no siempre podía permitirse. La colocó en el cesto de mimbre, y salió a la calle.
El pan olía muy bien, y notaba la calidez de este bajo sus brazos colganderos y arrugados, ya que llevaba el cesto como si de un bolso se tratara, para que no viniera ningún pillo y le robara lo que pudiera llevar encima. Hacía mucho tiempo que no olía el pan recién hecho tan de cerca, casi babeaba del lujo de hacerlo. Al llegar al paso de cebra, dio un pellizco al pan, y empezó a comer la punta.
Pensó en lo mucho que le gustaban las puntas, era una de las pocas cosas crujientes que podía permitirse con sus dientes. No es que una dentadura postiza fuera cara, podría incluso costearse la reposición de todos los dientes si así lo quisiera, pero ha pagado impuestos toda su vida, y decidió que iba a usar los servicios de la seguridad social. Estos solamente cubrían la extracción de los molares infectados, así que eso es lo que ella haría. No iba a pagar a un matasanos, ya que recuerda cuando la guerra, que su padre iba al barbero a afeitarse y a arreglarse la dentadura al mismo tiempo. Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.
Con estos pensamientos, Ramona agarró otro trozo de pan, y empezó a saborear las mollas blancas como la nieve y cálidas como el sol que tenía ese pan tan barato. Recordó que la semana siguiente iba a estar sola en el barrio, ya que se negó a pagar los 25 euros que costaba el billete de autocar a Benidorm de la asociación de vecinos. Era un viaje de esos del imserso, que cubren todo el viaje con su estancia y todo. Pero claro, alquilar un autocar para todos sería muy costoso, y pretendía el presidente de la asociación que todos pagaran 25 euros. Como si el dinero cayera del cielo... Vaya jeta.
Agarró otro trozo de pan y siguió picando.
Total, que la semana que viene ni paseo ni reunión con las chicas de oro. La semana que viene a quedarse en casa, con las ventanas abiertas y las luces apagadas, y a chupar tele. Así gasta menos. De todas formas que iba a hacer con todos sus amigos en Benidorm que no pudiera hacer ella en su casa? Es absurdo. Sabía que le iban a criticar por su espalda, pero poco le importaba. Esa semana le tocaría a ella, y otra sería la ausente cualquier otra semana. Que mas da...
Siguió picando pan en el semáforo que daba a la manzana de su piso. Vivía en un piso de esos de alquiler social, ya que ella, viuda y casi sin ingresos, no podía costearse esos alquileres sevillanos de 300 euros mensuales. Eso supondría casi un tercio de lo que recibía de pensión. Era un piso pequeño, pero coqueto. Tenía un sofá de tela amarillo, que le había comprado una funda de plástico al tapicero del barrio. Ese que pasa con una furgoneta a anunciar los Domingos a las 12 del medio día que estaba ahí y que efectivamente, era tapicero. No fue demasiado caro, ya que el plástico era uno de muestra que le venía un poco grande al sofá, pero con unas pinzas y un poco de maña, se ajustó perfectamente. Con esto, se evitaba tener que limpiarlo con tanta frecuencia, y encima de la mesa redonda, de la televisión y del mismo sofá, había tejido unos pañitos blancos de encaje en el centro cívico. Lo tenía todo a su gusto. Un cuadro con unas flores que encontró en la calle, una bota de vino de la feria de Abril, y una cocina con ollas que debían de tener al menos 15 años, pero ya se sabe: Ya no se hacen las cosas como antes. Antes las cosas se hacían para durar.
Llegó a su piso, picó el botón del ascensor y al morder el trozo de pan, se dio cuenta que era muy crujiente. Se estaba comiendo la otra punta, es decir, se había acabado el pan entre pensamientos.
Mientras bajaba el ascensor, debatió sobre si ir a por una segunda barra o no, pero no le tomó mucho tiempo decidirse. Subió al ascensor, llegó a su destino y cerró la puerta con tres vueltas de llave y dos cerrojos. Ya se había comido una barra entera, ya no hacía falta ni que hiciera la comida. Prendió la televisión y se sentó en el sofá, que hizo un ruido cómico, como de flatulencia al ser todo de plástico comprimido. Ramona soltó una carcajada, ya que siempre le hicieron gracia estas cosas, y se quedó dormida, con las luces apagadas y la televisión encendida.
Zapatos de cristal de la talla 36
Y vivieron felices y comieron perdices.
Por un tiempo, al menos.
Todo gracias a aquel zapato de cristal, que perdió cuando tuvo que irse del baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo, el vestido retornaba a la condición de trapos viejos (de la tela esa de sacos de patatas marrones), la carroza dejaba de ser carroza y volvía a ser calabaza, los grandes caballos empequeñecían hasta ser ratones, y ella dejaría de ser princesa para volver a ser una plebeya cualquiera.
Siempre la ha maravillado que sólo a ella el zapato le calzase a la perfección, porque su pie, aunque menudo (un 36) no es en absoluto inusual y otras chicas de la población deben de tener la misma talla.
Todavía recuerda la expresión de asombro de sus dos hermanastras cuando vieron que era ella la que se casaba con el príncipe y unos años después de la boda real, cuando murieron los reyes anteriores se tornaba en la nueva reina.
El rey ha sido un marido atento y fogoso, no puede quejarse: ha sido una vida de ensueño hasta hoy: Hoy es el día que ha descubierto una mancha de carmín en la camisa del rey...
El suelo se le ha hundido bajo sus menudos pies del 36. Qué desazón sentía dentro, cómo ha de reaccionar ella, que siempre ha actuado honestamente, sin malicia, que es la virtud en persona... Antes de casarse con Felipe, más conocido por su nombre artístico "Principe Azul" las gentes de palacio le dieron unas clases de etiqueta. Pero una cosa era saber cual de los setenta y cinco tenedores debía de usar para las aceitunas y otra a como reaccionar a manchas fruto del pecado. Para eso nadie le había preparado. No sabía cómo reaccionar o cómo sentirse.
Seamos sinceros. Repasemos la historia de la monarquía: Que los reyes y reinas y nobles y bravos guerreros tienen amantes no era ningún secreto. Además, las manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara de adulterio, eso sale hasta en las películas románticas de los 90. Quién puede ser la amante de su marido? Ahora la reina Cenicienta, primera en su nombre, tiene dos opciones: Debe decirle que lo ha descubierto o bien disimular (como sabe que es tradición entre las reinas, en casos así, para no poner en peligro la institución monárquica)
Entonces la pobre Cenicienta empezó a pensar; por qué el rey se ha buscado una amante? Acaso ella no lo satisface suficientemente? Quizá porque se niega a prácticas que considera perversas, o que la iglesia las tiene tachadas de inmorales tales como sodomía, felaciones y lluvia dorada. Así pues, él las busca fuera de casa. Decide callar. También calla el día que el rey no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con ojeras de un palmo y oliendo a mujer. También calla el día que quería hacer uso del amor marital, pero a Felipe no se le levantaba, y tenía ese olor a ácido úrico y salfuman que desprende el sexo femenino cuando explota de felicidad y éxtasis.
Pasaron los días, les semanas, y lejos de menguar, la curiosidad de Cenicienta salió a la luz: Dónde se encuentran el rey y su amante? En un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener a la amante en cualquiera de las dependencias.
Tampoco dice nada cuando los contactos carnales que antes establecían con regularidad de metrónomo, noche sí, noche no; se han espaciando hasta que un día se percata de que, desde la última vez que la penetró, han pasado más de dos meses. En la habitación real, llora cada noche en silencio porque ahora el rey ya no se acuesta nunca con ella. La soledad la reseca y le irrita muchísimo. Habría preferido no ir nunca a aquel baile, que esa estúpida hada madrina no le preparara con su magia profana aquél vestido de piedras preciosas, o que el zapato hubiese calzado en el pie de cualquier otra muchacha antes que en el suyo. Así, cumplida la misión, el enviado del príncipe no hubiera llegado nunca a su casa. Y en caso de que hubiera llegado, habría preferido incluso que alguna de sus hermanastras calzara el 36 en vez del 41 y 42, números demasiado grandes para una mujercita. Así el mensajero aquel no habría hecho la pregunta que ahora, destrozada por la infidelidad del marido, le parece fatídica: si además de la madrastra y las dos hermanastras había en la casa alguna otra muchacha. De qué diablos le sirve ser reina si no tiene el amor del rey... Lo daría todo por ser la mujer con la cual el rey copula extraconyugalmente.
Mil veces preferiría protagonizar las noches de amor adultero del monarca que yacer en el vacío del lecho conyugal. Antes querida que reina!
Decide adherirse a la tradición y no decirle al rey lo que ha descubierto. Actuará de forma sibilina: La noche siguiente, cuando tras la cena el rey se despide educadamente, ella lo sigue. Y lo sigue por pasillos que desconoce, por ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni siquiera imaginaba. Vuelta aquí, vuelta allá, mirando cada tanto hacia atrás para percatarse de que nadie le sigue, el rey la precede con una antorcha, para espantar las tinieblas de la noche oscura. Finalmente se encierra en una habitación y ella se queda en el pasillo, con el bruno nocturno como único acompañante.
El silencio es abrumador. No se escuchan pájaros piar, ni grillos cantar, ni perdices revoloteando. El sol se ha escondido y ha dejado paso a la mortecina luna, que con su luz azulada alumbra la penumbra con un toque de nostalgia. Y cuando sus pezones empiezan a erizarse por el frío, pronto oye voces.
La de su marido, sin duda. Y además, puede escuchar la risa gallinácea de una mujer, eso si, superpuesta a esa risa oye también la de otra fémina. Está con dos, como poco.
Cenicienta, procurando no hacer ruido, entreabre la puerta.
Se echa en el suelo para que no la vean desde la cama, y mete medio cuerpo en la habitación. El suelo de piedra gris es mucho más cálido que la alfombra turca esa que tienen en su alcoba, y la luz de los candelabros de plata proyecta en las paredes las sombras de tres cuerpos que se acoplan, que se mezclan, se unen y se regocijan en pecado y lujuria.
Le gustaría levantarse para ver quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada en el suelo, no puede ver casi nada más, porque las velas tampoco son demasiado luminosas. Cumplen su cometido, iluminan lo mínimo y además les brinda privacidad.
Por ello no puede ver casi nada. Solo las siluetas en la pared, el rumor de la luna por la ventana, una jarra de vino y unas copas de bronce en la mesita de noche, y junto a ella, a los pies de la cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo, unos negros del 41 y otros rojos del 42.
Por un tiempo, al menos.
Todo gracias a aquel zapato de cristal, que perdió cuando tuvo que irse del baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo, el vestido retornaba a la condición de trapos viejos (de la tela esa de sacos de patatas marrones), la carroza dejaba de ser carroza y volvía a ser calabaza, los grandes caballos empequeñecían hasta ser ratones, y ella dejaría de ser princesa para volver a ser una plebeya cualquiera.
Siempre la ha maravillado que sólo a ella el zapato le calzase a la perfección, porque su pie, aunque menudo (un 36) no es en absoluto inusual y otras chicas de la población deben de tener la misma talla.
Todavía recuerda la expresión de asombro de sus dos hermanastras cuando vieron que era ella la que se casaba con el príncipe y unos años después de la boda real, cuando murieron los reyes anteriores se tornaba en la nueva reina.
El rey ha sido un marido atento y fogoso, no puede quejarse: ha sido una vida de ensueño hasta hoy: Hoy es el día que ha descubierto una mancha de carmín en la camisa del rey...
El suelo se le ha hundido bajo sus menudos pies del 36. Qué desazón sentía dentro, cómo ha de reaccionar ella, que siempre ha actuado honestamente, sin malicia, que es la virtud en persona... Antes de casarse con Felipe, más conocido por su nombre artístico "Principe Azul" las gentes de palacio le dieron unas clases de etiqueta. Pero una cosa era saber cual de los setenta y cinco tenedores debía de usar para las aceitunas y otra a como reaccionar a manchas fruto del pecado. Para eso nadie le había preparado. No sabía cómo reaccionar o cómo sentirse.
Seamos sinceros. Repasemos la historia de la monarquía: Que los reyes y reinas y nobles y bravos guerreros tienen amantes no era ningún secreto. Además, las manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara de adulterio, eso sale hasta en las películas románticas de los 90. Quién puede ser la amante de su marido? Ahora la reina Cenicienta, primera en su nombre, tiene dos opciones: Debe decirle que lo ha descubierto o bien disimular (como sabe que es tradición entre las reinas, en casos así, para no poner en peligro la institución monárquica)
Entonces la pobre Cenicienta empezó a pensar; por qué el rey se ha buscado una amante? Acaso ella no lo satisface suficientemente? Quizá porque se niega a prácticas que considera perversas, o que la iglesia las tiene tachadas de inmorales tales como sodomía, felaciones y lluvia dorada. Así pues, él las busca fuera de casa. Decide callar. También calla el día que el rey no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con ojeras de un palmo y oliendo a mujer. También calla el día que quería hacer uso del amor marital, pero a Felipe no se le levantaba, y tenía ese olor a ácido úrico y salfuman que desprende el sexo femenino cuando explota de felicidad y éxtasis.
Pasaron los días, les semanas, y lejos de menguar, la curiosidad de Cenicienta salió a la luz: Dónde se encuentran el rey y su amante? En un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener a la amante en cualquiera de las dependencias.
Tampoco dice nada cuando los contactos carnales que antes establecían con regularidad de metrónomo, noche sí, noche no; se han espaciando hasta que un día se percata de que, desde la última vez que la penetró, han pasado más de dos meses. En la habitación real, llora cada noche en silencio porque ahora el rey ya no se acuesta nunca con ella. La soledad la reseca y le irrita muchísimo. Habría preferido no ir nunca a aquel baile, que esa estúpida hada madrina no le preparara con su magia profana aquél vestido de piedras preciosas, o que el zapato hubiese calzado en el pie de cualquier otra muchacha antes que en el suyo. Así, cumplida la misión, el enviado del príncipe no hubiera llegado nunca a su casa. Y en caso de que hubiera llegado, habría preferido incluso que alguna de sus hermanastras calzara el 36 en vez del 41 y 42, números demasiado grandes para una mujercita. Así el mensajero aquel no habría hecho la pregunta que ahora, destrozada por la infidelidad del marido, le parece fatídica: si además de la madrastra y las dos hermanastras había en la casa alguna otra muchacha. De qué diablos le sirve ser reina si no tiene el amor del rey... Lo daría todo por ser la mujer con la cual el rey copula extraconyugalmente.
Mil veces preferiría protagonizar las noches de amor adultero del monarca que yacer en el vacío del lecho conyugal. Antes querida que reina!
Decide adherirse a la tradición y no decirle al rey lo que ha descubierto. Actuará de forma sibilina: La noche siguiente, cuando tras la cena el rey se despide educadamente, ella lo sigue. Y lo sigue por pasillos que desconoce, por ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni siquiera imaginaba. Vuelta aquí, vuelta allá, mirando cada tanto hacia atrás para percatarse de que nadie le sigue, el rey la precede con una antorcha, para espantar las tinieblas de la noche oscura. Finalmente se encierra en una habitación y ella se queda en el pasillo, con el bruno nocturno como único acompañante.
El silencio es abrumador. No se escuchan pájaros piar, ni grillos cantar, ni perdices revoloteando. El sol se ha escondido y ha dejado paso a la mortecina luna, que con su luz azulada alumbra la penumbra con un toque de nostalgia. Y cuando sus pezones empiezan a erizarse por el frío, pronto oye voces.
La de su marido, sin duda. Y además, puede escuchar la risa gallinácea de una mujer, eso si, superpuesta a esa risa oye también la de otra fémina. Está con dos, como poco.
Cenicienta, procurando no hacer ruido, entreabre la puerta.
Se echa en el suelo para que no la vean desde la cama, y mete medio cuerpo en la habitación. El suelo de piedra gris es mucho más cálido que la alfombra turca esa que tienen en su alcoba, y la luz de los candelabros de plata proyecta en las paredes las sombras de tres cuerpos que se acoplan, que se mezclan, se unen y se regocijan en pecado y lujuria.
Le gustaría levantarse para ver quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada en el suelo, no puede ver casi nada más, porque las velas tampoco son demasiado luminosas. Cumplen su cometido, iluminan lo mínimo y además les brinda privacidad.
Por ello no puede ver casi nada. Solo las siluetas en la pared, el rumor de la luna por la ventana, una jarra de vino y unas copas de bronce en la mesita de noche, y junto a ella, a los pies de la cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo, unos negros del 41 y otros rojos del 42.
lunes, 14 de diciembre de 2015
Cafe con Sacarina
Se sentó en el sofá de Sky. Enfrente de si, quedaban restos de la cena de ayer. Había dejado a marido descansando en la cama. Siempre se quedaba dormido en el sofá, viendo los programas esos de concursos de chicas en ropas sugerentes, que a mi me hace pensar dos veces si fue buena idea traer al mundo a Paula, nuestra hija. Hace años que no la veo, ¿como le irá a esta chiquilla?
No tiene ganas de cocinar, así que enciende la cafetera que le regaló su vecina Puri hace unas semanas. Es una de esas cafeteras modernas, de esas que funcionan con cápsulas. La usan para no tirarla, ya que el café insípido que desprende no solo es de pésima calidad, si no que las capsulas monodosis tienen un precio desorbitado, así que a la que acabe las dos cajas y media que le quedan, probablemente la subirá al altillo y no se acordará de ella hasta que la Puri venga un día de visita. Parece que le regalaron una cuando compró la suya, y se la encasquetó como regalo de navidad. Como si alguien en su sano juicio quisiera tener dos cafeteras endiabladas, como si con una de ellas por casa y familia no fuera suficiente. Nunca entendió muy bien el mundo de los publicistas y sus excentricidades. Dos cafeteras al precio de una. ¡Absurdo! Lo lógico sería una oferta similar en el producto primo como es el café, pero no en la maquina en si. Hacen ofertas de 2x1 en detergente, pero no el Lavadoras. También hacen ofertas de 2x1 en películas o libros, pero nunca en reproductores de DVD o en librerías para el salón. Es absurdo, y son cosas absurdas que aparecen cada segundo en nuestros televisores, radios y prensa. La publicidad ya no es lo que era. Atrás quedaron simpáticos anuncios de negritos cantando sobre lo bueno que es su marca de cacao soluble o de mujeres hacedoras de yogures de sabores en toscas barricas de madera. Y en eso que el reloj de cuco empieza a dar las once. Va siendo hora de despertar al Manolo.
Manolo era un español como los que ya no quedan. Era un hombre rudo, con tupido bigote y pecho lleno de vello, símbolo de bravura y de masculinidad. Nunca le gustaron las modas que dictaban y promulgaban la depilación masculina en ningún aspecto. Era un gran ahorro en cuchillas de afeitar, cremas y geles de afeitado. Además, y aunque le avergonzaba pensarlo, cuando el Manolo se ponía encima de ella para mostrar su amor, le encantaba notar como sus dedos se perdían en las junglas que tenía en su pecho y en su barriga, que aunque dura, era bastante pronunciada. Sus brazos también estaban cubiertos de pelo, negro como el azabache y decorados con algunos tatuajes que le hicieron en la Legión, en su época militar.
La imagen del Manolo le observa desde el estante del armario del comedor. Tenía una imagen de cuando hizo la mili, con su uniforme verde y su fusil, que entre patata pelada y patata pelada le enseñaron a montar. Los muebles eran rojos, seguramente de roble o algo así. Todos eran de ese estilo clásico tan típico de los años 70. No pesaban mucho cuando tocaba moverlos, así que suponía que no era de madera pura, si no de contrachapado o materiales mucho más baratos que la madera. Sobre la expansible mesa del comedor descansa un tapete blanco que su suegra les regaló, hecho por ella misma. Era una venerable mujer, nada que ver con la imagen de la suegra que todo el mundo odia. Se sentía muy identificada con las diferentes mujeres que salían en los programas de tertulia de las tardes, tiempo en el que ella se tornaba ama y señora del mando de la televisión, que aún pegajoso por los cacahuetes con miel que come Manolo antes de su siesta cumplía su función.
Ese día era jueves, un jueves que ni tenía sol ni nubes amenazantes de tormenta, un jueves de abril, ni frío ni calor. Un día normal, de una semana normal, pero con la diferencia de que hoy le tocaba llenar la nevera, ya que como ya tenía estudiado, los jueves el mercado aminoraba el trafico de personas, y por lo tanto corría menos riesgos de que la Puri o la Conchi la cogieran por banda para cotillear de las vecinas del barrio. A ella le gustaban los cotilleos, pero solo los de las personas famosas. Al fin y al cabo, no es lo mismo la vida de la infanta o de la mujer de algún torero que la de la mujer del pescadero o el hijo enganchado a esnifar pegamento de la vecina del quinto. Comprendía y respetaba a la gente que encontraba interesante este tipo de rumores. Pero no iban con ella.
Se encontró con ganas de preparar potaje de lentejas, pero para hacerlo, necesitaba un buen trozo de tocino. Y Tomás, el charcutero del mercado municipal tenía uno muy pastoso, además de estar muy por encima de sus aspiraciones económicas. Entonces decidió ir al supermercado, que se encontraba a unas siete manzanas de ahí, pero cogió el autobús, pues había salido con unas manoletinas que compró hace poco y aún no estaban dadas de si, por lo que cada paso que daba era un nuevo paso hacia la locura y el dolor más insufrible.
Picó en el segundo timbre de STOP del autobús, ya que alguien había pegado una goma de mascar en el de su lado, y por el color de este, a nadie le había importado quitar anteriormente. Bajó del autobús y se puso por encima una rebequita que había cogido de casa, porque ya se sabe, los días de Abril en Teruel no te puedes fiar, porque pasan de un sol estupendo a un frío invernal, y ya empezaba a refrescar.
Compró un trozo de tocino, tres morcillas y dos chocizos de esos picantes, de los que tienen la cuerda roja y son muy duros. Le encantaba romperlos con la cuchara y atrapar con ella minúsculos trozos del rojizo embutido en cada bocado. Al salir, observó que aún faltaban 10 minutos para que llegara el autobús, y las nubes que tapizaban el cielo de lapislázuli se habían convertido en nubes de ébano, como una pátina de negrura traslucida que ensuciaba la tarde y amenazaban con las primeras gotas del aguacero que pronto se tornaría en tormenta pre-veraniega.
Corrió al bar más cercano para resguardarse, con el carro a rebosar, y cruzó la carretera a toda prisa, sin parar atención a lo que se avecinaba en dirección opuesta a la suya. Alzó la cabeza y entrelazó la mirada con un apuesto mozalbete de no más de 35 años. El sujeto en cuestión lucía una cuidada barba, extensión de su cabello cortada a media melena, como lo llevaba el Brad Pitt en la película esa de gladiadores que alquiló Manolo la semana pasada. Su camisa de cuadros dejaba entrever una majestuosa mata de cabello castaña, que como un salvaje río recorría su pecho indomable, para luego, según su imaginación, desembocar en el santo grial del macho alfa.
El hombre también le observó, y al ver que paraba en medio de la calzada, agarró la mano de María Teresa y le arrastró al otro lado de la acera. Corrieron como dos enamorados hacia el Bar de la esquina, donde tomaron un Café. Café solo, con sacarina pidió ella. Café Macchiato con mucha crema y canela espolvoreada, pidió el. Era la imagen de sus vidas. Ella, mujer atrapada en la telaraña de la monotonía, del marido sobre-protector y más cercano al hombre de cromañón que al semidiós nórdico que le acompañaba en la mesa, había pedido un aburrido café, para el cual, ni siquiera había pedido azúcar. Y no es que estuviera a dieta, pues para estar ya entrada en los cuarenta-y-muchos (una señorita nunca debe revelar su edad) conservaba su figura y sus curvas mucho mejor que mozas mucho más jóvenes que ella. Simplemente la sacarina cumplía con su función. Quitaba la amargura del café, y luego desaparecía, para no dejar ni rastro, ni olor, ni sabor, ni color. Estaba ahí, pero sin estar. El galán de camisa a cuadros, sin embargo, había pedido un café con miles de cosas, que atesoraban quizá, aventuras, pasiones, sueños y caracteres que hasta ese momento, Maria Teresa nunca se había parado a pensar.
Cada "clinc" de la cucharilla y cada sorbo al café, era como melodía celestial que caía sobre los tímpanos como dorada miel cae sobre una caliente tostada de pan blanco y puro.
Despertó de esta ilusión cuando vio que el reloj de la cafetería daba las 20 horas, y el Manolo sin cenar. Se ofreció a llevarla en su coche, que estaba a pocos metros del bar. Ella accedió encantada, y dio instrucciones de como llegar, pero, como era muy prudente, le hizo parar una manzana antes, para que en ningún momento el Manolo pudiera verles juntos y malpensar.
Se despidió de el con un beso en la mejilla y la promesa de llamarle, y este despareció en la esquina con su coche rojo perdiéndose entre gotas de lluvia y el perfume a base de madera y jazmin que desprendía. Notaba mariposas en el estómago, aunque se sintió mal por unos instantes, luego pensó que nunca más vería a ese mozalbete, y que esto solamente era producto de algún resfriado que habría cogido, al fin y al cabo llevaba con el Manolo desde los 17 años, no podía encontrar a nadie más y tampoco lo pretendía. Ella estaba bien.
Entró en su casa procurando no hacer mucho ruido. Manolo seguía enganchado a la pantalla, mirando un partido de fútbol entre dos equipos desconocidos, ya que le encantaba ese deporte. Ya sea el clásico derbi, hasta un partido de chavales pre-adolescentes, Manolillo se los tragaba todos. Y estaba tan sumergido en el partido, que no echó en menos a su mujer en absoluto, se podría decir que absorto en sus pensamientos, no se había percatado de la falta de Maria Teresa en la casa.
Esta, culpable por los pensamientos impuros con el hombre de la barba, le trajo una cerveza y las sobras de los canalones del medio día, ya que era tarde para ponerse a cocinar.
Se acostó temprano y sin cenar, pues los días de lluvia disfrutaba de escuchar las gotas romper contra el cristal de su ventana, este ruido de agonía acuático le proporcionaba un placer y una relajación magnas.
Sonó el despertador a las 8 en punto. En la mesa de cristal del comedor, aún quedaban restos de la cena de ayer. El plato estaba vacío pero pringoso, símbolo de que el Manolo había devorado los canalones sin contemplación ni cuartel alguno. Escuchaba aun las gotas caer, y como había madrugado tanto, se vio con ganas de darle una sorpresa a su marido. Se puso una blusa a toda prisa, sin tan siquiera colocar su sostén en sus pechos redondos, que aunque eran firmes y no los necesitaban en absoluto, encontraba indecente salir de su casa sin. Se puso una falda y unas medias negras que se esparcían y retornaban en forma de gris transparente sobre sus finas y suaves piernas. Pintó sus labios de granate, y sus parpados con azul, con un toque negro en sus pestañas. Se puso un poco de colorete, y peinó su teñida y lisa melena rubia. Se puso unos pendientes que le regalo el Manolo cuando cumplieron 20 años de casados y calzadas las manoletinas viejas (las nuevas seguían mojadas por la lluvia del día anterior) agarró una chaqueta y un paraguas y salió en busca de churros y chocolate caliente a la churrería de la esquina.
Se sorprendió y su corazón dio un vuelco cuando al abrir la puerta del portal se encontró de cara con el joven de ayer. Se había hecho un moño, y llevaba una chaqueta tejana muy ceñida al cuerpo. Estaba apoyado sobre su coche eléctrico, como esperándola. éste se acercó y besó su mejilla. En sus ojos cristalinos se podía notar un cariño y una melancolía que embrujarían a la mismísima Virgen María. Y sin importar lo que las chismosas vecinas pudieran ver, ni importándole que las gotas de lluvia dejaban al descubierto sus erizados pezones bajo la blusa blanca se metió en el coche y se dejó llevar.
Y cuando llegaron a su destino, cesó la lluvia.
Ya no caía ninguna gota, y el cielo dejó de ser grisáceo para volver a ser de lapislázuli.
Y el joven besó los labios de Maria Teresa, y esta se sintió culpable hasta que miró a los ojos del zagal. En el, le venían a la mente las noches que pasó sola esperando al Manolo que estaba en el bar o con los amigos, recordó alguna ocasión que encontró carmín en el cuello de la camisa azul o como de vez en cuando, percibía perfume de mujer en la ropa sucia de su marido. Y entonces lo tubo claro. La duda y la lujuria se anexionaban y daban lugar a una serie de deseos adolescentes que hicieron que por vez primera en mucho tiempo, que del sexo de Maria Teresa brotara abundantemente fluido lubricante. Y más brotó cuando este se abalanzó sobre ella. El pantalón ajustado que el jabato llevaba estaba a punto de reventar bajo la presión, y ella jadeante y roja, quería que reventara directamente en su entrepierna.
Y entonces mientras le besaba el cuello lentamente, fue desabrochando la camisa de el chico. Pectorales duros, brazos rudos y en vez de abdominales, portaba una pared de cristal donde residía todo un ecosistema perfectamente formado. Tenía montañas y riachuelos y palmeras y nubes y sol. Y también tenía mariposas de mil y un colores. Tenía un mundo en miniatura en vez de abdominales. Y esta miró a su amado, que cada vez se hacía más grande. Y de repente notó que podía mover sus rosas alas y extender su boca enrollada mientras el orgasmo más intenso de su vida recorría su cuerpo. Otras mariposas como ella le rodeaban, y en ese mundo de abdominales de cristal, nada le faltaría. Flores de todos los colores y sabores que podáis imaginar. Néctares prohibidos por Yahvé. Raflexias y rosas y azabache. Y de entre todas ellas, la que le llamó mas la atención: Un jazmín rodeado de troncos, perfectamente alineados que le decían "cómeme".
Y ya nunca más pensó en el desgraciado de Manolo. Y ya nunca más pensó en cocinar. Y ya nunca más pensó en sus tareas. Dejó atrás el café con sacarina y se pasó al café Macchiato. Ahora era libre, feliz y plena en su espacio de orgasmo continuo y placentero. Y aprovechó su vida al máximo y durante las tres semanas de vida que tienen las mariposas, jamás le faltó nada.
FIN.
No tiene ganas de cocinar, así que enciende la cafetera que le regaló su vecina Puri hace unas semanas. Es una de esas cafeteras modernas, de esas que funcionan con cápsulas. La usan para no tirarla, ya que el café insípido que desprende no solo es de pésima calidad, si no que las capsulas monodosis tienen un precio desorbitado, así que a la que acabe las dos cajas y media que le quedan, probablemente la subirá al altillo y no se acordará de ella hasta que la Puri venga un día de visita. Parece que le regalaron una cuando compró la suya, y se la encasquetó como regalo de navidad. Como si alguien en su sano juicio quisiera tener dos cafeteras endiabladas, como si con una de ellas por casa y familia no fuera suficiente. Nunca entendió muy bien el mundo de los publicistas y sus excentricidades. Dos cafeteras al precio de una. ¡Absurdo! Lo lógico sería una oferta similar en el producto primo como es el café, pero no en la maquina en si. Hacen ofertas de 2x1 en detergente, pero no el Lavadoras. También hacen ofertas de 2x1 en películas o libros, pero nunca en reproductores de DVD o en librerías para el salón. Es absurdo, y son cosas absurdas que aparecen cada segundo en nuestros televisores, radios y prensa. La publicidad ya no es lo que era. Atrás quedaron simpáticos anuncios de negritos cantando sobre lo bueno que es su marca de cacao soluble o de mujeres hacedoras de yogures de sabores en toscas barricas de madera. Y en eso que el reloj de cuco empieza a dar las once. Va siendo hora de despertar al Manolo.
Manolo era un español como los que ya no quedan. Era un hombre rudo, con tupido bigote y pecho lleno de vello, símbolo de bravura y de masculinidad. Nunca le gustaron las modas que dictaban y promulgaban la depilación masculina en ningún aspecto. Era un gran ahorro en cuchillas de afeitar, cremas y geles de afeitado. Además, y aunque le avergonzaba pensarlo, cuando el Manolo se ponía encima de ella para mostrar su amor, le encantaba notar como sus dedos se perdían en las junglas que tenía en su pecho y en su barriga, que aunque dura, era bastante pronunciada. Sus brazos también estaban cubiertos de pelo, negro como el azabache y decorados con algunos tatuajes que le hicieron en la Legión, en su época militar.
La imagen del Manolo le observa desde el estante del armario del comedor. Tenía una imagen de cuando hizo la mili, con su uniforme verde y su fusil, que entre patata pelada y patata pelada le enseñaron a montar. Los muebles eran rojos, seguramente de roble o algo así. Todos eran de ese estilo clásico tan típico de los años 70. No pesaban mucho cuando tocaba moverlos, así que suponía que no era de madera pura, si no de contrachapado o materiales mucho más baratos que la madera. Sobre la expansible mesa del comedor descansa un tapete blanco que su suegra les regaló, hecho por ella misma. Era una venerable mujer, nada que ver con la imagen de la suegra que todo el mundo odia. Se sentía muy identificada con las diferentes mujeres que salían en los programas de tertulia de las tardes, tiempo en el que ella se tornaba ama y señora del mando de la televisión, que aún pegajoso por los cacahuetes con miel que come Manolo antes de su siesta cumplía su función.
Ese día era jueves, un jueves que ni tenía sol ni nubes amenazantes de tormenta, un jueves de abril, ni frío ni calor. Un día normal, de una semana normal, pero con la diferencia de que hoy le tocaba llenar la nevera, ya que como ya tenía estudiado, los jueves el mercado aminoraba el trafico de personas, y por lo tanto corría menos riesgos de que la Puri o la Conchi la cogieran por banda para cotillear de las vecinas del barrio. A ella le gustaban los cotilleos, pero solo los de las personas famosas. Al fin y al cabo, no es lo mismo la vida de la infanta o de la mujer de algún torero que la de la mujer del pescadero o el hijo enganchado a esnifar pegamento de la vecina del quinto. Comprendía y respetaba a la gente que encontraba interesante este tipo de rumores. Pero no iban con ella.
Se encontró con ganas de preparar potaje de lentejas, pero para hacerlo, necesitaba un buen trozo de tocino. Y Tomás, el charcutero del mercado municipal tenía uno muy pastoso, además de estar muy por encima de sus aspiraciones económicas. Entonces decidió ir al supermercado, que se encontraba a unas siete manzanas de ahí, pero cogió el autobús, pues había salido con unas manoletinas que compró hace poco y aún no estaban dadas de si, por lo que cada paso que daba era un nuevo paso hacia la locura y el dolor más insufrible.
Picó en el segundo timbre de STOP del autobús, ya que alguien había pegado una goma de mascar en el de su lado, y por el color de este, a nadie le había importado quitar anteriormente. Bajó del autobús y se puso por encima una rebequita que había cogido de casa, porque ya se sabe, los días de Abril en Teruel no te puedes fiar, porque pasan de un sol estupendo a un frío invernal, y ya empezaba a refrescar.
Compró un trozo de tocino, tres morcillas y dos chocizos de esos picantes, de los que tienen la cuerda roja y son muy duros. Le encantaba romperlos con la cuchara y atrapar con ella minúsculos trozos del rojizo embutido en cada bocado. Al salir, observó que aún faltaban 10 minutos para que llegara el autobús, y las nubes que tapizaban el cielo de lapislázuli se habían convertido en nubes de ébano, como una pátina de negrura traslucida que ensuciaba la tarde y amenazaban con las primeras gotas del aguacero que pronto se tornaría en tormenta pre-veraniega.
Corrió al bar más cercano para resguardarse, con el carro a rebosar, y cruzó la carretera a toda prisa, sin parar atención a lo que se avecinaba en dirección opuesta a la suya. Alzó la cabeza y entrelazó la mirada con un apuesto mozalbete de no más de 35 años. El sujeto en cuestión lucía una cuidada barba, extensión de su cabello cortada a media melena, como lo llevaba el Brad Pitt en la película esa de gladiadores que alquiló Manolo la semana pasada. Su camisa de cuadros dejaba entrever una majestuosa mata de cabello castaña, que como un salvaje río recorría su pecho indomable, para luego, según su imaginación, desembocar en el santo grial del macho alfa.
El hombre también le observó, y al ver que paraba en medio de la calzada, agarró la mano de María Teresa y le arrastró al otro lado de la acera. Corrieron como dos enamorados hacia el Bar de la esquina, donde tomaron un Café. Café solo, con sacarina pidió ella. Café Macchiato con mucha crema y canela espolvoreada, pidió el. Era la imagen de sus vidas. Ella, mujer atrapada en la telaraña de la monotonía, del marido sobre-protector y más cercano al hombre de cromañón que al semidiós nórdico que le acompañaba en la mesa, había pedido un aburrido café, para el cual, ni siquiera había pedido azúcar. Y no es que estuviera a dieta, pues para estar ya entrada en los cuarenta-y-muchos (una señorita nunca debe revelar su edad) conservaba su figura y sus curvas mucho mejor que mozas mucho más jóvenes que ella. Simplemente la sacarina cumplía con su función. Quitaba la amargura del café, y luego desaparecía, para no dejar ni rastro, ni olor, ni sabor, ni color. Estaba ahí, pero sin estar. El galán de camisa a cuadros, sin embargo, había pedido un café con miles de cosas, que atesoraban quizá, aventuras, pasiones, sueños y caracteres que hasta ese momento, Maria Teresa nunca se había parado a pensar.
Cada "clinc" de la cucharilla y cada sorbo al café, era como melodía celestial que caía sobre los tímpanos como dorada miel cae sobre una caliente tostada de pan blanco y puro.
Despertó de esta ilusión cuando vio que el reloj de la cafetería daba las 20 horas, y el Manolo sin cenar. Se ofreció a llevarla en su coche, que estaba a pocos metros del bar. Ella accedió encantada, y dio instrucciones de como llegar, pero, como era muy prudente, le hizo parar una manzana antes, para que en ningún momento el Manolo pudiera verles juntos y malpensar.
Se despidió de el con un beso en la mejilla y la promesa de llamarle, y este despareció en la esquina con su coche rojo perdiéndose entre gotas de lluvia y el perfume a base de madera y jazmin que desprendía. Notaba mariposas en el estómago, aunque se sintió mal por unos instantes, luego pensó que nunca más vería a ese mozalbete, y que esto solamente era producto de algún resfriado que habría cogido, al fin y al cabo llevaba con el Manolo desde los 17 años, no podía encontrar a nadie más y tampoco lo pretendía. Ella estaba bien.
Entró en su casa procurando no hacer mucho ruido. Manolo seguía enganchado a la pantalla, mirando un partido de fútbol entre dos equipos desconocidos, ya que le encantaba ese deporte. Ya sea el clásico derbi, hasta un partido de chavales pre-adolescentes, Manolillo se los tragaba todos. Y estaba tan sumergido en el partido, que no echó en menos a su mujer en absoluto, se podría decir que absorto en sus pensamientos, no se había percatado de la falta de Maria Teresa en la casa.
Esta, culpable por los pensamientos impuros con el hombre de la barba, le trajo una cerveza y las sobras de los canalones del medio día, ya que era tarde para ponerse a cocinar.
Se acostó temprano y sin cenar, pues los días de lluvia disfrutaba de escuchar las gotas romper contra el cristal de su ventana, este ruido de agonía acuático le proporcionaba un placer y una relajación magnas.
Sonó el despertador a las 8 en punto. En la mesa de cristal del comedor, aún quedaban restos de la cena de ayer. El plato estaba vacío pero pringoso, símbolo de que el Manolo había devorado los canalones sin contemplación ni cuartel alguno. Escuchaba aun las gotas caer, y como había madrugado tanto, se vio con ganas de darle una sorpresa a su marido. Se puso una blusa a toda prisa, sin tan siquiera colocar su sostén en sus pechos redondos, que aunque eran firmes y no los necesitaban en absoluto, encontraba indecente salir de su casa sin. Se puso una falda y unas medias negras que se esparcían y retornaban en forma de gris transparente sobre sus finas y suaves piernas. Pintó sus labios de granate, y sus parpados con azul, con un toque negro en sus pestañas. Se puso un poco de colorete, y peinó su teñida y lisa melena rubia. Se puso unos pendientes que le regalo el Manolo cuando cumplieron 20 años de casados y calzadas las manoletinas viejas (las nuevas seguían mojadas por la lluvia del día anterior) agarró una chaqueta y un paraguas y salió en busca de churros y chocolate caliente a la churrería de la esquina.
Se sorprendió y su corazón dio un vuelco cuando al abrir la puerta del portal se encontró de cara con el joven de ayer. Se había hecho un moño, y llevaba una chaqueta tejana muy ceñida al cuerpo. Estaba apoyado sobre su coche eléctrico, como esperándola. éste se acercó y besó su mejilla. En sus ojos cristalinos se podía notar un cariño y una melancolía que embrujarían a la mismísima Virgen María. Y sin importar lo que las chismosas vecinas pudieran ver, ni importándole que las gotas de lluvia dejaban al descubierto sus erizados pezones bajo la blusa blanca se metió en el coche y se dejó llevar.
Y cuando llegaron a su destino, cesó la lluvia.
Ya no caía ninguna gota, y el cielo dejó de ser grisáceo para volver a ser de lapislázuli.
Y el joven besó los labios de Maria Teresa, y esta se sintió culpable hasta que miró a los ojos del zagal. En el, le venían a la mente las noches que pasó sola esperando al Manolo que estaba en el bar o con los amigos, recordó alguna ocasión que encontró carmín en el cuello de la camisa azul o como de vez en cuando, percibía perfume de mujer en la ropa sucia de su marido. Y entonces lo tubo claro. La duda y la lujuria se anexionaban y daban lugar a una serie de deseos adolescentes que hicieron que por vez primera en mucho tiempo, que del sexo de Maria Teresa brotara abundantemente fluido lubricante. Y más brotó cuando este se abalanzó sobre ella. El pantalón ajustado que el jabato llevaba estaba a punto de reventar bajo la presión, y ella jadeante y roja, quería que reventara directamente en su entrepierna.
Y entonces mientras le besaba el cuello lentamente, fue desabrochando la camisa de el chico. Pectorales duros, brazos rudos y en vez de abdominales, portaba una pared de cristal donde residía todo un ecosistema perfectamente formado. Tenía montañas y riachuelos y palmeras y nubes y sol. Y también tenía mariposas de mil y un colores. Tenía un mundo en miniatura en vez de abdominales. Y esta miró a su amado, que cada vez se hacía más grande. Y de repente notó que podía mover sus rosas alas y extender su boca enrollada mientras el orgasmo más intenso de su vida recorría su cuerpo. Otras mariposas como ella le rodeaban, y en ese mundo de abdominales de cristal, nada le faltaría. Flores de todos los colores y sabores que podáis imaginar. Néctares prohibidos por Yahvé. Raflexias y rosas y azabache. Y de entre todas ellas, la que le llamó mas la atención: Un jazmín rodeado de troncos, perfectamente alineados que le decían "cómeme".
Y ya nunca más pensó en el desgraciado de Manolo. Y ya nunca más pensó en cocinar. Y ya nunca más pensó en sus tareas. Dejó atrás el café con sacarina y se pasó al café Macchiato. Ahora era libre, feliz y plena en su espacio de orgasmo continuo y placentero. Y aprovechó su vida al máximo y durante las tres semanas de vida que tienen las mariposas, jamás le faltó nada.
FIN.
Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona.
Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona.
Me encontraba en Cadiz, la original ciudad de la luz. París, posteriormente lo plagiaría, pero si alguien ha estado en Cadiz, sabe que los franceses no tienen nada que hacer. Pues ahí me encontraba yo, en la capital, día 12 de agosto, solo, apuesto y vestido para matar, lo cual era la última cosa en la que estaba interesado. Lo que buscaba y necesitaba, en cierta manera era algo para amar, pero llevaba cierto tiempo lejos de Andalucía, y en mi pequeña agenda de piel marrón que me regalaron en la empresa antes de mi jubilación casi obligada (obligada por mi, por supuesto) no había nada escrito. Estaba casi tan vacía como de pelo lo está mi cabeza.
No obstante, decidí darle buen uso, y lleno de esperanzas y sueños adolescentes, ojeé las arrugadas y amarillentas páginas de mi compañera, guardiana inmóvil de mis horas muertas, y me decidí a llamar a uno de aquellos viejos números telefónicos. El primero que escogí, correspondía a un pequeño bombón, una deliciosa y menuda mujercita, que con mala suerte era mi prima segunda. Entre nosotros, con nuestra juventud ferviente y salvaje, siempre existía una latente tensión sexual. Ella se llamaba Laura, y era de Jaén. El único motivo por el cual no llegaron nuestros sexos adolescentes a compenetrarse varias veces y en diferentes velocidades era mi tía abuela. Tía abuela, que a su vez era abuela (únicamente) de Laura, por lo que eso nos convertía en primos segundos. Recuerdo sin embargo, a mi abuela (sin ser tía, esta vez) Pepita, llorar y marchar por la perdida de su hermana jaenense ( o jaenera, jaenaína, o sea el que fuere su maldito gentilicio del averno) Laura se había mudado a Cádiz, y ahora, muerta la perra, muerta la rabia (y con perra me refiero a la tía abuela, esta vez si, tía y abuela) nada se interpondría entre nuestros cuerpos. La lascivia se apoderaría de nosotros, el morbo adolescente se tornaría deseo, el deseo en descuido, y el descuido en pecado.
La recordaba sin embargo de modo muy vago: 19 años, 100-65-90, y una piel semejante al melocotón en almíbar (de hecho, no tengo ni la más remota idea de cual es este tipo de piel. Con todo, he leído esta descripción en muchas novelas de Henry James, y la he plagiado al bueno de Groucho Marx. Por lo demás. si es bueno para el viejo Henry, lo es también para mi)
Con el corazón palpitante, y el pene humedecido por la idea del incesto interracial (su padre era negro, por lo que la convertía en una mulata medio gitana) marqué el número, lleno de expectación y de impaciencia por oír su voz cantarina que siempre me recordaba a las campanillas de una fría noche de navidad junto a la hoguera.
Respondieron más bien con rapidez a la llamada, pero !qué decepción! !No eran las campanillas de navidad! La voz que salió era la de un perfecto barítono antinatural entre whisky y ducados sin filtro. No se que aspecto tendría pero a mis ojos apareció la figura de un ogro con cara de uruk-hai, con las espaldas del tamaño de Mordor y que probablemente se dedicaba a la captura y desgarre posterior de los miembros de los críos que cruzaran el puente que conduce hasta la comarca (La única razón por la que he hecho estos comparativos, es porque desde mi ventana se ve un cartel en la parada de autobús de la línea C7 donde anuncian nosequé parte de nosequé película basada en nosequé libro de Tolkien)
No me atreví a preguntar por mi prima segunda mulata con belleza solo digna de los dioses y pelo como de ébano rizado destacados por dos enormes ojos verdes esmeraldas. En todo caso estaba demasiado asustado como para preguntarle por la hermosa Laura. Porque de una cosa estaba seguro: No se trataba de Laura. Y si era ella, no creo que hubiera merecido la pena pasar una noche con ella.
Ahora, yo era un hombre de mediana edad, tirando al madurito interesante. Un poco como Clooney (aplíquese al símil de Clooney de la época en la que me esté usted leyendo) sólo que más calvo, más gordo, más feo y en definitiva, más parecido a un sapo en un mal día. Pero cuando tenía veinte años, era un calavera y un playboy. Saqué mi vieja agenda, y llamé a mi amigo Albert O'Flyer. Albert era un muchacho negro, no negro del todo quizás, más tirando al chocolate con leche. Salió del armario cuando cumplimos los 30, y ahora, cumpliendo el topico del trilirí que se dedica a la moda, se codea con las modelos más bellas de este lado del Ebro. Descolgué el telefono sin pensarlo, y Albert se alegró de escuchar mi voz:
-Hola cari! Cuanto tiempo sin saber de ti, mi amor!
-Si, buenas, Albert -Respondí, carraspeando la garganta para mostrar que yo era muy macho- Si que es cierto que últimamente no hemos conectado demasiado, y ya que estoy en Cádiz (ciudad del pecado) querría saber si tienes algún plan para esta noche
Estaba fingiendo, claro. Yo ya sabía que Albert tenía un plan para esa noche. Sin ir mas lejos, dos días antes, había visto al muy sinvergüenza junto a la italiana Pamela Belucci en la portada de la revista Salseo, una revista del corazón de segunda que sobreviven gracias a las suscripciones de consultas del dentista y peluquerías varias. En esta rotativa, se detallaba como se iba a celebrar uno de los más importantes congresos de moda de España, el de Puerto de Santa María, a unos siete kilómetros de mi hotel. Podría ir nadando si no fuese por el arquitecto infernal que diseñó Cádiz: Estoy convencido de que Cádiz fue ideado por un sádico endiablado que decidió deliberadamente y sin dar marcha atrás, no emplear en sus planos ni compás ni agrimesor. Ahora, siglos después de su muerte, ya está en la otra vida, y se encuentra junto al gran creador de mapas, cartógrafo legendario que reina en los cielos. Sin embargo, en mi mirada imaginativa y joven, lo veo sentado en lo alto de una torre de nubes, observando el estropicio que ha creado y riendo histéricamente por la desesperación que inunda la mente de los gaditanos. Por ejemplo, si coges tres docenas de fideos hervidos, los echas de cualquier manera en una bandeja, y luego esta bandeja la arrojas por la ventana, tendrás una idea bastante aproximada de cómo fueron trazadas las calles. Lo dicho, que mi única opción era tomar un taxi, o cruzar a nado. Y puesto que no llevaba mis bermudas de flores tropicales, opté por la primera opción.
O eso creí. Albert, negro como el carbón y como su propia alma, aun sabiendo lo altamente desesperado que estoy, sabiendo el tiempo que hacía que no bajaba a Andalucía, y sin tener consideración de todo lo que estaba aguantando su recién adquirido acento "gay" no me invitó a la pasarela. No solo no me invitó, si no cuando le pregunté si sabía algo, me dijo que estaba muy enfermo.
Las horas pasaban y mi libido no hacía mas que aumentar. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que en la televisión del hotel solamente se pudiera ver el Canal Erótico, con sus modelos adolescentes de 40 años y sus mensajes de texto subiditos de tono a euro con cincuenta y seis centimos cada uno.
Cerré los ojos y al abrirlos, me encontré con que era de día. Había pasado la noche entera escuchando esa música funk setentera que suelen protagonizar las bandas sonoras de las películas porno-eróticas, y yo por dentro, seguía luchando por escampar mi semilla sobre cualquier fémina que pasara por mi vera. Y esto no es un sentimiento o una idea egoísta ni mucho menos. Un día entre siesta y siesta, un documental de la televisión publica me enseñó que los seres vivos tenemos cinco funciones vitales: Nacer, crecer, alimentarnos, reproducirnos y morir. Por lo que se podía decir, que lo que buscaba era cumplir mis funciones vitales, retrasando la última y que las anteriores me costaran poco o nada. Me desbordaba, no podía mas.
Salí a la calle no sin antes pasar por el restaurante del hotel. Era un restaurante como todos los que suelen haber en hoteles. Ni feo ni bonito, ni vivo ni incoloro, ni sabroso ni insípido. No había nada a destacar, salvo las lorzas que portaba el Barman y los deliciosos pechos de una turgente jovencita llamada Jessi. Jessi era hija de Pedro, el barman en cuestión. Era rubia, tenia siempre la boca abierta incluso cuando mascaba un jugoso y afortuinado chicle de fresa. Ese carmín en los labios de caramelo y esos ojos verdes con fondo azulado no distraían la atención del ligero escote con el cual mostraba a los pobres infelices como yo que Dios es grande y que además le gustan los pechos bien puestos.
Explotada la burbuja de su chicle y despertándome de un largo letargo de inconsciencia de varios segundos en los cuales mi saliva brotaba de la boca como brota un riachuelo fresco en las orillas de Mississippi, Jessi se acercó y con tono templadamente irrespetuoso me miró y me dijo "¿Que va a tomar el señor?"
Ah, el amor. Cuan cruel es cupido cuando te apunta con su flecha y te la dispara ansioso, te la dispara bien acertada entre un testículo y otro. Que diosa había bajado a la tierra para fecundar en su vientre tal muchacha encantada, con labios de rubí y ojos de zafiro. Y pelo rubio como de oro y dientes brillantes como de plata. El tilín del pendiente que llevaba en el ombligo bien seguro estaba que eran las mas dulces sinfonías jamás creadas por el hombre. Que ganas de reproducirme con la Jessi. Que ganas de empotrarla en la barra de su padre y hacerla mía y solamente mía hasta que llegue el momento de volver a Palafurgell.
"Café solo, tostada con aceite y sal, y si tienes, trame el periódico". Le dije, mirándole de reojo mientras sacaba mi pitillera, en tono insinuante. Cuando volvió, me guiñó un ojo, y me dijo que si le podía dar un canutillo, lo que yo supuse que era un cigarro. Asentí, di un golpe a la cajetilla y salió uno disparado entre los dedos magníficos y sensuales de las menudas manos de la Jessi. Dejé una generosa propina, casi sin haberme acabado el café y junto mi billete, le dejé apuntado el número de mi movil y mi nombre, firmado con un provocativo "llámame".
Así que ni corto ni perezoso me di una vuelta por Cádiz para hacer tiempo. Por lo que pude ver el día anterior, Jessi salía de trabajar a las 22 horas. Así que en resumidas cuentas, tenía casi siete horas que perder por las calles de la ciudad. Me fui al centro comercial, donde vi pasar a venerables ancianas a un paso de irse al otro barrio, y veía pasar exuberantes colegialas, con ajustadísimos uniformes que poca justicia hacían a la palabra holgado, que apretaban sus senos casi ilegales dada su minoría de edad, y con las que Céfiro, el Dios del viento del oeste, obsequiaba las vistas del banco de enfrente cuando soplaba y hacía subir las faldas de las muchachas, de cuadros azules y negros y verdes. Verde era mi alma, pues me sentía sucio al mirar esas braguitas blancas impolutas cuando en mi hotel me esperaba mi dulce Jessi. Miré el reloj, y las agujas marcaban las 20 horas. Será hora de poner rumbo ya hacia el hotel - me dije.
Consideré que ir caminando y ver un poco la ciudad compensaba la cantidad de dinero absurda que pedían los taxistas por acercarme al centro, así que caminante no hay camino, se hace camino al andar que decía el poeta, y rumbo al hotel por las callejuelas de Cádiz. En eso que en una esquina me asaltó un vendedor de flores ambulante de origen árabe, o hindú, o del medio oeste, que mas da (nunca se me ha dado bien reconocer los tonos epidérmicos entre las diferentes étnicas) que vendía flores casi marchitas a un precio muy por encima de lo que costaría la vestimenta del hombre (incluyendo la cadena de oro que mostraba en su cuello) Pero claro, ¿como iba yo a presentarme ante la Jessi sin una triste flor? Así que compré todas las rosas a ese pobre zíngaro, que gracias al fondo de la cartera esa noche pudo comer caliente (y las noches que la precedían de igual manera pudo, pues como dije, era un precio desorbitado)
Ya llegando al hotel, subí a mi habitación y me duché. No había ningún mensaje en el contestador ni en mi buzón de voz, por lo que supuse que Jessi aún no había tenido tiempo de telefonear. Me puse jabón en todas las partes de mi cuerpo, primero en mi lustrosa calva, luego en mi cuello, debajo de mis pechos, entre mis pechos y por encima de mis pechos también. Limpié a fondo mi ombligo, para que ningún hedor traicionero pudiera expeler, y limpié a fondo hasta entre los dedos de los pies. Todo era poco para mi Jessi. Ya duchado y con la toalla rodeando con sumo esfuerzo mi pronunciada cadera, me peiné el lado derecho de la cabeza hacia el izquierdo, quedándome una especie de cortinilla que como todo el mundo sabe, es muy digna y disimula muy bien las calvas.
Me afeité, mientras escuchaba en la radio baladas de pop-rock de esas melosas que gustan tanto a las niñas y a las adultas solteras que sueñan con que el actor de moda desee su parrus olvidado, con estribillos torpes y melodías repetitivas, Pero el dial de la radio había pasado por tiempos mejores, y ahora, tras una capa de celo levantado por los costados y lleno de partículas de polvo y patinas de pura roña se reguardaba la emisora 105,191 FM que por azar numérico son el nombre de mi Jessi. "J" es la décima letra del abecedario. "E" es la quinta, mientras que "S" es la número 19, y la "A", como siempre, la 1. Por lo que el conjunto de numeros de esta emisora se podría traducir como JESI. Si, todo eran señales. Jessi será mi presa, como lo fue Lolita para Humbert Humbert, en el mejor libro que se ha escrito jamás. Recorté mi bigote hasta dejar un leve recuerdo de el por encima del labio superior, como lo llevaban los grandes caballeros del cine clásico, y me embadurné en desodorante roll-on y cocteles de feromónas que había adquirido una noche en la teletienda de algún canal local donde se me cobraron más gastos de envío que de producto, santa inocencia.
Bajé cuando quedaban 10 minutos para que mi pequeño querubín, mi nínfula, mi amada Jessi librara de su día agotador de trabajo. Y bajé las escaleras, con el ramo de rosas bajo el brazo (que junté en un papel como transparente de color verde que encontré en mi habitación, para disimular mi compra clandestina) mientras me ajustaba el Windsor con el que había anudado mi corbata. Quizá había algún nudo más elegante, pero tampoco quería llegar tarde, pues esto era una sorpresa para ella y probablemente nada más salir ponga rumbo a su casa para estudiar, o ver una película quizá, pero el caso es que no me esperaba en absoluto. Tampoco creo que a mi Jessi le importe mucho que tipo de nudo lleve o deje de llevar. Elejí una corbata amarilla, con detalles en azul y rojo, que destacaba sobre mi camisa blanca resguardada por mi americana de pana marrón. Todo un galán, para conquistar a mi dulce Dulcinea.
¡Cuan macabro es Belial cuando sube del infierno para castigarnos a los mortales! Y esque cuando giré la esquina que separaba el hotel del restaurante, un chico con el pelo rapado y en punta, con camiseta de tirantes y con aros de oro en las orejas que parecían hula-hops escudriñaba a mi niña desde la puerta del negocio. Con casco de moto en una mano y bolsa de plástico en la otra, en la cual, pude adivinar por el contorno, portaba botellas de cristal. El zagal guiñó el ojo, y apareció mi Jessi, que sin tirar el chicle, hurgó la campanilla del chaval con la lengua mientras se ponía de puntillas sobre sus generosos tacones rojos como la sangre de una virgen. Me quedé perplejo. No podía creerlo... Avancé unos pasos cuando la silueta de mi ángel quedaba diluida en la negra noche y ya solo el recuerdo de la luz roja trasera de la moto de ese delincuente en potencia aparecía por la larga calle. Luz cegadora, luz maldita, luz burlona. Entre en el restaurante, y tras pasar la primera mesa de la terraza, arrojé mis flores endiabladamente costosas contra la papelera más cercana. Y ahí pude ver un papel que me resultaba familiar, arrugado, como hecho bola. Era la nota donde le dejé el número de mi teléfono. Nota que utilizó para envolver el chicle de menta y dejarlo olvidado, junto a mi teléfono y mi corazón. "La propina si que se la ha quedado" pensé para mí.
Ahogué un sollozo con wiskhey de 15 años y si los borrachos caminan haciendo "S" con sus pasos, yo hice en abecedario entero cuando llegué a la habitación de mi hotel. Apagué la radio que estaba encendida, y vi que no era la 105,191 FM, si no que era la 105,9, pero el cartón impreso con los números de la emisora habían hecho un pliegue muy acertado que había dado lugar a mi confusión. Así que quedaba JEI, las siglas de "Juan eres imbécil", y que acertado era el mensaje. Y lo peor de todo, es que me quedaba un solo día en Cádiz.
Desistí en mi búsqueda. Lo mejor será esperar a volver a casa, ahí Loli, la del 4º-A suele hacerlo a cambio de una compensación económica. Que mas daba, pensé. Si al final, me he gastado mas en flores y en taxis que lo que me costaría ir al grano con Loli.
Y decidido el plan, y sin más preámbulos, fui al aeropuerto, vendí el billete, compré otro para esa misma noche, y me fuí de vuelta a Girona, donde Loli cumplió mis expectativas muy gratamente, a cambio de que yo cumpliera las suyas. Y vaya si las cumplí! Con lo que me ahorré de día extra de hotel, di a Loli la más alta propina que jamás nadie le haya pagado. Y entré en un largo sueño, largo y profundo sueño, donde todos los problemas parecían haber desaparecido...
...Y cuando a las tres de la madrugada me desperté con más sed que el camello de Baltasar y puse rumbo a la cocina para aplacar mis ansias de elemento líquido, al encender la luz y ver el calendario, se me cayó la botella de agua al suelo al presenciar el día 14 de agosto rodeado con bolígrafo Rojo. Y entonces hice memoria. Ayer se casaba Encarna, mi hija menor en Cádiz. Y yo, en vez de estar pescando mujerzuelas tenía que haberle llevado al altar.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
Pipermint
Siempre recordaré ese día. Decir siempre en mi estado, quizá
no es algo digo de admirar, o algo muy destacable, pero es la pura verdad. Me
desperté a las seis y media de la mañana, encendí el fogón pequeño y puse la
cafetera, cafetera que ya había preparado desde ayer. Era una mañana
fantástica, de esas en las que agradeces al cielo y a la virgen de estar vivo.
Vallvidrera era un sitio bonito para vivir, tranquilo y con muchas zonas
verdes. Esa mañana de Mayo nos despertamos con un cielo perfecto, todo Collserola
estaba despejado. Ni una nube de esas rojas y anaranjadas que suele haber por
las mañanas en la costa catalana, ni el rumor de una luna que tarda en irse a
dormir. El cielo de color pipermint nos dejaba ver a los patos y a las urracas
y a las otras aves que venían a veranear en estos lares formando esas enormes V
en el cielo, perfectas y simétricas, que más de una vez todos nos hemos
preguntado como se las ingeniaran para hacer tamaña hazaña mientras
holgazaneábamos tirados a la orilla del Llobregat mientras veíamos pasar el
tiempo.
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Flish-flash y el café que sale por la cafetera. Siempre me
distraía por las mañanas, y la base de la cafetera pasó de ser color plata
brillante a ser de un marrón con tintes negros, vientos de muerte y de
tormenta. El café mezcla se había
acabado hacía un par de días, y estaba tomando uno natural, que aunque me daba
bastante angustia, con un buen par de pastillas de sacarina entraba casi bien.
Taza en mano, sol de verano y una torrada del pan de ayer que dejé olvidado,
más por pereza que por descuido, en la mesa junto unos cortes de jamón de la
cena.
Fui al sofá y aparté a Currito, un gato persa que me
demandaba solamente cuando le convenía, y que había dejado mi camisa blanca
como una obra modernista hecha de pelos imposibles. Refunfuñé y me dirigí hacia
el armario de la habitación de invitados. Realmente, desde que Paula me había
dejado, la casa estaba muy sola, triste y olvidada.
Todo era muy duro, o
más duro de lo que podría ser si ella estuviera aquí apoyándome. Maldije al
gato, pues aunque no domino el noble arte de la plancha, ayer me esforcé y el
cuello de la camisa había quedado como nuevo.
Me conformé con una azul cielo, que guardaba ya inadvertida
al final de esa barra de acero que tienen los armarios y que cuelgan perchas de
colores alegres y de colores tristes, de madera y de plástico, y de pantalones
y de camisas. Nunca había comprado perchas – al menos no lo recordaba- así que
no podía dejar de pensar de donde diablos habían salido tantas. Paula tampoco
es que se dejara la nómina en perchas. Realmente, ¿alguien alguna vez ha
comprado una percha? Y así, sin demora, me encontré poniéndome la camiseta de
tirantes blancas, preludio a un abrochado azul por falta de abrochado blanco y
frush-frush y la brocha de afeitar llena de espuma. No soy muy asiduo a la
limpieza, y mi higiene deja mucho que desear. Eso es lo que me deja ver la
sociedad, pues un hombre ha de oler a hombre a mi parecer, igual que un perro
huele a perro y un caballo huele a caballo. Si encolonias y perfumas a un
hombre, automáticamente pierde su razón de tal. No hay que ir hediondo y
expeliendo olor, pero tampoco hay que oler a flores silvestres con toque de
almizcle. Un hombre ha de oler a eso:
a Hombre. Pero esa mañana, mis
compromisos sociales me exigían una pulcra presencia. Dicho y hecho: Probé la
corbata negra a rayas, la negra a rombos y la negra con puntitos. No me
satisfacía ninguna, así que decidí ir sin. Americana negra, pantalones con la
raya perfectamente planchada y camisa azul. Formal pero informal a la vez.
Apagué la radio y me dispuse a bajar a la calle.
El cielo había dejado de ser de color pipermint, y ya no
había una sola ave en todo su magno esplendor. Unas nubes se acercaban al ritmo
y son de la tramontana, nubes negras
como cuervos mensajeros de la parca.
Los jóvenes en bicicleta, reían y cantaban canciones ya
olvidadas, de un tiempo donde yo no tenia que preocuparme por mi salud, ni por
mi economía, ni por los amores o desamores. Tiempos pasados, tiempos mejores.
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Bajé del autobús a eso de las ocho y media, ya que la
clínica del doctor Artensio se encontraba en Mataró, lo que estaba bastante
lejos de Vallvidriera. Fui a la clínica del doctor Artensio en particular
porque lo vi anunciado y recomendado en una prestigiosa revista de medicina
olvidada en la consulta dentista del doctor Minet. Minet siempre alardeaba de
ese ejemplar, ya que le dedican un par de lineas en un artículo de media página
sobre salud bucodental.
En la sala de espera blanca e inmaculada, veía como futuras
viudas iban en dirección a la capilla. Capilla a la que en alguna ocasión hasta
yo mismo fui en busca de consuelo de nuestro señor, fuerza y protección de
Cristo. Poco encontré. Poco, pero no nada, ya que fue ahí donde me enteré de
que Paula me había estado engañando con el Doctor Minet. Pues mira, un problema
menos. “Sticks and Stones” que dicen en América.
La recepcionista me
llamó “Señor Txordi Colominas, pase a la sala 1, el Doctor Artensio le está
esperando”. La recepcionista se llamaba Carmen, era una chica cubana que lucía
unos vestidos muy ceñidos bajo una minúscula bata blanca, como diciendo “soy
profesional pero también soy mujer”, y esto segundo, más que decirlo lo gritaba
a los cuatro vientos.
No se que le pasa a la gente de fuera de Catalunya con los
nombres. No pueden pronunciarlos bien. Jordi es Jordi, no Txordi, ni Chordi ni
Gordi. Es como si cuando vayan a un bar, en vez de “morcilla” piden una
“morcija” o “morcicha” o “morcitxa”. Supongo que tienen problemas en el habla
selectivos.
El doctor Artensio estaba sentado en su silla de cuero. Sacó
una carpeta marrón clarito, de esas recicladas mientras yo acomodaba mis
gluteos en una silla de plástico negra, estática y aburrida. Abrió la carpeta y
me dio la noticia;
-Padece usted un caso grave de cáncer de mama. -me comentó
sin apenas apartar la vista de la carpeta-
Ha derivado en metástasis y ya ha afectado a los dos pulmones, al hígado
y al bazo.
-Pero se puede curar, ¿verdad? Podríamos extirpar la mama,
como comprenderá no me es útil.
-Podríamos extirpar la mama, si – se burló- Pero como
comprenderá usted, señor Colominas, sin pulmones, hígado y bazo si que no puede
vivir. Le quedan dos meses de vida.
Horas mas tarde, desperté en un charco de vómitos y orín. La
boca me sabía a porquería, ese sabor tan característico que te deja el buen
whisky escocés al día siguiente, cuando te has bebido a el, a su hermano el
irlandés y a su primo el bretón, aunque todos estén destilados
en Jerez de la Frontera. No recuerdo nada de lo que hice, y esa era una buena
señal. No podía seguir con esta noticia. No quería seguir y mi plan de
emborracharme cada noche hasta cumplir los dos meses no me satisfacía en
absoluto.
Fui al geriátrico de Sant Jordi, que se encuentra en El
Prat. Ahí mi madre pasó sus últimos días de vida, y desde aquella mañana
fatídica de hace ahora cuatro o tal vez cinco años que no voy a ver a mi padre,
que continúa ahí. Hacía mucho tiempo que no iba a visitarle...
tiempo...
Quien lo tuviera...
Bajé del tren (en El Prat aún no había llegado el Metro en
aquel entonces) y me dispuse a caminar hacia el geriátrico.
Mi padre se llama Emili. Ha de ser muy duro enterrar a tu
propio hijo, aunque luego poco recuerdes. Los días eran muy dispares para el. A
veces tenía días maravillosos, y otras veces eran días horribles. El caso de mi
padre es un caso excepcional. Padece cáncer de próstata, Hepatitis C, gonorrea
y sífilis desde que hizo la mili, y además padece de ataques de asma. Tiene
tantas cosas que la misma dolencia anula a la otra, por lo que los médicos
creen que si le trataran para alguna de ellas, no sobreviviría. Es lo que
llaman un caso de “obstrucción simultánea”, todas quieren atacar a la vez y se
eliminan entre si. Pero lo más duro es el Alzheimer. Hay días en los que te
podría recitar claramente cualquier manuscrito de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky , y hay
otros en los que usaría tenedor para comer la sopa esa insipida como de apio y
azufre que sirven en las clinicas.
Subía la planta
número seis chino-chano por las escaleras, porque el ejercicio es bueno para el
corazón y no me apetecía compartir el ascensor con las marujas que venían a ver
si su tía-abuela iba a tardar mucho en estirar la pata y dejarles en herencia
los ahorros de toda una vida de trabajos en la fabrica.
Abrí la puerta de la habitación número 23, donde con las
persianas bajadas y la luz de la mesita muy tenue, pude vislumbrar la figura de
mi padre mirando fijamente el espejo de su cómoda. Vestía un largo camisón rosa
de seda, dos collares de perlas, pendientes igualmente de perlas y se había
echado colorete y pintado los labios como una prostituta vietnamita. Al
parecer, este travestismo tardío le aliviaba a su manera el hecho de perder a
su mujer, y con las iniciales de Enriqueta Palomer bordadas en la bata a tonos
violáceos, Emili se encontraba mejor con sigo mismo, y con una situación casi
desesperante.
-Buenas tardes, padre.
-Y madre! - Interrumpió- Ya nunca saludas a tu madre, Jordi!
0
Bueno... Al menos sabía quien era yo. Eso facilitaba mucho
las cosas. Hoy parecía que iba a ser un día bueno.
-Verás padre... Y madre. Hace unos meses que estoy
asistiendo a la clínica del Doctor Artensio, donde llevábamos a Madre antes
de...
-Jordi, mañana por la mañana voy a suicidarme -interrumpió, interrumpieron- Hace
mucho tiempo que no se que día será ayer, y que no se si el mañana algún día
podré recordarlo. El tiempo ha dejado de tener valor para mi, y los días en los
que estoy lucida son días de tristeza. Soy un viejo de 87 años al que le falta
una pierna, tengo varias enfermedades y tengo que estar conectado a una maquina
de oxigeno para poder sobrevivir... Sabes, hijo... No es una decisión que haya
tomado a la ligera.
-Ya veo. Lo has meditado bien?
-Si, claro. No ha sido sencillo, no está en la naturaleza
del ser humano decidir en acabar su vida. Pero ya estoy cansado de luchar.
Estoy cansado de recordar a tu madre, de recordar tu infancia y de olvidar lo
ocurrido en la mili y todo eso. Quien sabe si en una hora podré estar cuerdo de
nuevo... Nadie me lo puede asegurar. Lo que si que he estado haciendo, durante
el tiempo que he estado despierto y consciente en esta realidad, es una pequeña
tesis a la vida. Y creo que Dios es justo, y que si me ha hecho sufrir tanto en
vida, es porque he de ganarme mi sitio en el cielo, ya sabes lo que decía tu
madre. No temo a la muerte, temo a la
vida. La muerte es un descanso eterno, y yo ta necesito descansar. ¿Sabes,
hijo? Martinez me comentó que hay unas pastillitas rosas que te las tomas y te
quedas dormido, y no te despiertas nunca mas. Así me gustaría morir a mi,
dormido. No enterarme de nada. Aunque
con suerte, aunque esté despierto, por esta maldita enfermedad que me consume
tampoco me enteraré de mucho. No hay mal que por bien no venga, y Cristo
nuestro señor nunca castiga dos veces.
-Bueno padre. La decisión es tuya, solamente llamame cuando
vayas a hacerlo. Me ha alegrado verte. Me pasaré el jueves.
-Está ben, Jordi. Y no te olvides de llamar. Se que tienes
mucho trabajo, y no quiero ser un estorbo, pero me gustaría que algún día de
estos me llamaras aunque sea para preguntarme como estoy. Cuidate hijo.
Le di dos besos y salí del geriátrico. Sería la doceava vez
que tenía la misma conversación con mi padre. En media hora la olvidaría, y
todo volvería a empezar de nuevo. Ese tal Martinez, el de las pastillitas
rosas, murió antes que mi madre. Él vivía tranquilo, sin molestias ni dolor que
recordar. No mereció la pena contarle lo que me pasaba, porque probablemente
mañana ya se hubiera olvidado mientras se pintaba los labios y esperaba a que
su querida Enriqueta atravesara la puerta del baño.
Ni corto ni perezoso, hice lo que todo el mundo con poco mas
de un mes de vida haría: Una lista de tareas. Plantar un árbol, tener un hijo y
escribir un libro. La primera me parecía inútil, para la segunda no tenía ganas
y para la tercera no tenía tiempo. Me propuse ir a las ramblas a contratar los
servicios de una señorita de compañía, una scort que les llaman los
intelectuales jóvenes de hoy en día y tachar de mi lista “practicar el coito
con una señora de otro país”. Taché
algunas líneas más de la lista, en una semana había ido a visitar “les coves
del diable” de Montserrat, había viajado a París e incluso había montado en
globo aerostático. Cosas banales, pero que tenía que hacer. Y así me fui a
dormir un domingo a las nueve de la noche. Todo estaba oscuro, como la boca del
lobo, y a mi me quedaba poco más de un mes de cuerda, cuerda como la que había
dado a mi despertador de muelle, para que a las 7 en punto, me pusiera en pie
como un coronel del ejercito. Tenía muchas cosas por hacer, y no tenía
demasiado tiempo. Mañana tenía que ir a dar de comer a los patos de la
ciutadella y después ir a comer a un restaurante chino, y comprobar por mi
mismo, si esa comida tan exótica realmente vale tanto la pena como dicen los
grandes poetas por la televisión.
Mi cara esbozó una mueca de ira y desesperación, cuando a
las cinco de la mañana me despertó una terrible tos, tos acompañada de esputos
de sangre y trozos de pulmón. Llamé inmediatamente a una ambulancia, que me
llevó al Hospital de Bellvitge.
En un par de horas en
la sala de cuidados intensivos, los médicos determinaron que tenía que quedarme
ingresado lo que me quedaba de vida. Ni la ciencia, ni mi dinero, ni mi fuerza
de voluntad ni siquiera Dios podía ayudarme. Si que es cierto que viviría dos
meses, lo que no se le ocurrió comentar a ese inútil de Artensio es que uno de
los meses me lo pasaría postrado en una cama sufriendo los peores dolores de
pecho que jamás había experimentado.
Y pude ver por fin mi vida pasar ante mi. Recordé mis días
de monaguillo en la parroquia de Piera, donde me crié, recordé los cielos color
Pipermint que se veían desde la ventana de mi salón que teñían a Collserola de
un azul verdoso casi mágico. Recordé a Martinez y esas pastillas rosas que
tanto me ayudarían en ese momento, y que tanto anhelaba mi padre. Recordé a
Paula, y al maldito dentista. Recordé una película de Lina Morgan que echaron un día en la uno.
Recordé la sopa de avecrem que preparaba mi títa Julia, que era esa tía
solterona que murió sola y virgen, vestida de negro, y con un bigote que sería
la envidia de Pancho Villa. Recordé todas las oraciones que recé a nuestro
señor Jesucristo, a la virgen María y a Dios y al espíritu santo.
Y vislumbré mi propio
funeral. Un funeral donde sólo asistiría mi primo Benjamín y su mujer. Mi
vecina Paquita y al cual mi padre no podría asistir, porque estaría esperando
que mi madre saliera del baño para ir a pasear por el paseo de Gràcia. Vi como me metían en un ataúd de
pino, muy sencillo y con una gran cruz en la tapadera, guardián inmóvil de mi
cuerpo ya inerte, y vi también como el párroco Juan, que oficializaba la
ceremonia, leía los pasajes de Lucas 3:12 y Mateo 1:05 de la Biblia, que eran
mis preferidos. Y vi como desde arriba, la foto de mi madre escudriñaba mi
pijama de madera eterno, mientras recordaba eso que me contó hace tanto
tiempo...
Me contó que las estrellas son las almas de todas las
personas que habían sido fieles a Cristo, y que se habían ganado la vida eterna
a pesar de que han muerto, y que cuidan a los suyos desde los cielos y les
guardan de lo malvado.
¿Como si en el
firmamento hubiera sitio para tantos, no?
Y, ¿que pasaba con
todas las personas justas que habían nacido antes de Cristo? ¿Ellas no tenían
derecho de estar ahí? ¿Y si nos guardaban de lo malvado y perverso, porqué
habían guerras? ¿Porqué Paula me dejó? ¿Porqué Madre se fue antes que Padre, si
ella estaba cuerda y el no es consciente de nada?
Y entonces comprendí que lo único que sube al cielo cuando
mueres, son las flatulencias que sueltan las lombrices cuando devoran tus
despojos dentro del ataúd. Y que esto seguirá siendo así.
Una lagrima corrió
por mi mejilla cuando pensé en todo el tiempo perdido caminando a la parroquia
para ver misa, tanto tiempo perdido rezando, tanto tiempo perdido confesándome
y haciendo el bien. Tanto tiempo sin disfrutar...
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Y el cielo pipermint se tiñó de un negro mortífero. Negro
que nunca se fue. Nunca se fue para mi.
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