Y vivieron felices y comieron perdices.
Por un tiempo, al menos.
Todo gracias a aquel zapato de cristal, que perdió cuando tuvo que irse del baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo, el vestido retornaba a la condición de trapos viejos (de la tela esa de sacos de patatas marrones), la carroza dejaba de ser carroza y volvía a ser calabaza, los grandes caballos empequeñecían hasta ser ratones, y ella dejaría de ser princesa para volver a ser una plebeya cualquiera.
Siempre la ha maravillado que sólo a ella el zapato le calzase a la perfección, porque su pie, aunque menudo (un 36) no es en absoluto inusual y otras chicas de la población deben de tener la misma talla.
Todavía recuerda la expresión de asombro de sus dos hermanastras cuando vieron que era ella la que se casaba con el príncipe y unos años después de la boda real, cuando murieron los reyes anteriores se tornaba en la nueva reina.
El rey ha sido un marido atento y fogoso, no puede quejarse: ha sido una vida de ensueño hasta hoy: Hoy es el día que ha descubierto una mancha de carmín en la camisa del rey...
El suelo se le ha hundido bajo sus menudos pies del 36. Qué desazón sentía dentro, cómo ha de reaccionar ella, que siempre ha actuado honestamente, sin malicia, que es la virtud en persona... Antes de casarse con Felipe, más conocido por su nombre artístico "Principe Azul" las gentes de palacio le dieron unas clases de etiqueta. Pero una cosa era saber cual de los setenta y cinco tenedores debía de usar para las aceitunas y otra a como reaccionar a manchas fruto del pecado. Para eso nadie le había preparado. No sabía cómo reaccionar o cómo sentirse.
Seamos sinceros. Repasemos la historia de la monarquía: Que los reyes y reinas y nobles y bravos guerreros tienen amantes no era ningún secreto. Además, las manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara de adulterio, eso sale hasta en las películas románticas de los 90. Quién puede ser la amante de su marido? Ahora la reina Cenicienta, primera en su nombre, tiene dos opciones: Debe decirle que lo ha descubierto o bien disimular (como sabe que es tradición entre las reinas, en casos así, para no poner en peligro la institución monárquica)
Entonces la pobre Cenicienta empezó a pensar; por qué el rey se ha buscado una amante? Acaso ella no lo satisface suficientemente? Quizá porque se niega a prácticas que considera perversas, o que la iglesia las tiene tachadas de inmorales tales como sodomía, felaciones y lluvia dorada. Así pues, él las busca fuera de casa. Decide callar. También calla el día que el rey no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con ojeras de un palmo y oliendo a mujer. También calla el día que quería hacer uso del amor marital, pero a Felipe no se le levantaba, y tenía ese olor a ácido úrico y salfuman que desprende el sexo femenino cuando explota de felicidad y éxtasis.
Pasaron los días, les semanas, y lejos de menguar, la curiosidad de Cenicienta salió a la luz: Dónde se encuentran el rey y su amante? En un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener a la amante en cualquiera de las dependencias.
Tampoco dice nada cuando los contactos carnales que antes establecían con regularidad de metrónomo, noche sí, noche no; se han espaciando hasta que un día se percata de que, desde la última vez que la penetró, han pasado más de dos meses. En la habitación real, llora cada noche en silencio porque ahora el rey ya no se acuesta nunca con ella. La soledad la reseca y le irrita muchísimo. Habría preferido no ir nunca a aquel baile, que esa estúpida hada madrina no le preparara con su magia profana aquél vestido de piedras preciosas, o que el zapato hubiese calzado en el pie de cualquier otra muchacha antes que en el suyo. Así, cumplida la misión, el enviado del príncipe no hubiera llegado nunca a su casa. Y en caso de que hubiera llegado, habría preferido incluso que alguna de sus hermanastras calzara el 36 en vez del 41 y 42, números demasiado grandes para una mujercita. Así el mensajero aquel no habría hecho la pregunta que ahora, destrozada por la infidelidad del marido, le parece fatídica: si además de la madrastra y las dos hermanastras había en la casa alguna otra muchacha. De qué diablos le sirve ser reina si no tiene el amor del rey... Lo daría todo por ser la mujer con la cual el rey copula extraconyugalmente.
Mil veces preferiría protagonizar las noches de amor adultero del monarca que yacer en el vacío del lecho conyugal. Antes querida que reina!
Decide adherirse a la tradición y no decirle al rey lo que ha descubierto. Actuará de forma sibilina: La noche siguiente, cuando tras la cena el rey se despide educadamente, ella lo sigue. Y lo sigue por pasillos que desconoce, por ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni siquiera imaginaba. Vuelta aquí, vuelta allá, mirando cada tanto hacia atrás para percatarse de que nadie le sigue, el rey la precede con una antorcha, para espantar las tinieblas de la noche oscura. Finalmente se encierra en una habitación y ella se queda en el pasillo, con el bruno nocturno como único acompañante.
El silencio es abrumador. No se escuchan pájaros piar, ni grillos cantar, ni perdices revoloteando. El sol se ha escondido y ha dejado paso a la mortecina luna, que con su luz azulada alumbra la penumbra con un toque de nostalgia. Y cuando sus pezones empiezan a erizarse por el frío, pronto oye voces.
La de su marido, sin duda. Y además, puede escuchar la risa gallinácea de una mujer, eso si, superpuesta a esa risa oye también la de otra fémina. Está con dos, como poco.
Cenicienta, procurando no hacer ruido, entreabre la puerta.
Se echa en el suelo para que no la vean desde la cama, y mete medio cuerpo en la habitación. El suelo de piedra gris es mucho más cálido que la alfombra turca esa que tienen en su alcoba, y la luz de los candelabros de plata proyecta en las paredes las sombras de tres cuerpos que se acoplan, que se mezclan, se unen y se regocijan en pecado y lujuria.
Le gustaría levantarse para ver quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada en el suelo, no puede ver casi nada más, porque las velas tampoco son demasiado luminosas. Cumplen su cometido, iluminan lo mínimo y además les brinda privacidad.
Por ello no puede ver casi nada. Solo las siluetas en la pared, el rumor de la luna por la ventana, una jarra de vino y unas copas de bronce en la mesita de noche, y junto a ella, a los pies de la cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo, unos negros del 41 y otros rojos del 42.
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