Diciembre, la vuelta al mundo de los sueños. Cuando eres pequeño, ves como poco a poco las plazas y las calles se iluminan de mil y un colores, con bombillas centelleantes, en un derroche de energía eléctrica, fomentando la competitividad entre barrios, pueblos y ciudades. Esa época mágica del año donde en la tele pasan los anuncios de los juguetes de moda, y que todo niño travieso empieza a portarse bien para que esos tres monarcas interraciales y mágicos se olviden de los once meses anteriores y les traigan los presentes que tanto ansía. Esas figuras cambian según el país, los judíos tienen el hannukah, los belgas a San Nicolás incluso en Rusia tienen a Ded Moroz que viene acompañado de su sobrina Snegúrochka, o mujer de las nieves. Pero todos se basan en la misma premisa: Si has sido bueno, te recompensaremos.
A mi, esta época del año me enferma. Literalmente, empiezo a sufrir pequeños ataques de ansiedad, quemazón en el estómago y un hormigueo repulsivo por las plantas de mis pies, meramente por sentir el aire fresco que sopla en Tenerife esta época del año, donde pasamos las navidades con unos calurosos 25 grados. Esta época del año feliz y familiar, a mi se me antoja melancólica y triste. Y eso es porque yo, en esta época del año, evito comer u oler cualquier cosa que sepa a mora o a frutas del bosque. El resto del año me son totalmente indiferentes, pero en esta época no los soporto. Y para ello tenemos que remontarnos a mi niñez.
Cuando no era más que un pipiolo, a principios de los 90 o quizá a finales de los 80, la navidad era la panacea para un niño. Su reino, sus dominios absolutos. Y cuando vives en una isla con clima tropical, donde impera el sol 360 días al año mucho mejor, ya que esta peculiaridad nos brinda una libertad absoluta, comparándonos siempre con esas pobres criaturas que viven en la península y que no tienen otro remedio que quedarse en casa ataviados en mantas y sudaderas, pantalones de pijama por encima de leotardos, calcetines de lana encima de otros calcetines que se introducen en unas zapatillas de cuadros de andar por casa, de esos rojos y verdes y azules. En comparación a esas cebollas andantes, los isleños íbamos en camisetas de manga corta, e incluso nos metíamos algún chapuzón para mitigar el calor en las playas bellísimas. íbamos a la playa o a la montaña, y después a casa a comer. Luego nos pegábamos a la tele a ver El equipo A, UVE, Dragones y mazmorras, luego salíamos de nuevo a jugar con los demás niños, o a cantar al Karaoke del barrio canciones de Radio Futura y de Nacha Pop. Los viernes siempre había un mercadillo en la plaza del pueblo a comprar chorradas y muñecos con la paga semanal que nos daban nuestros respectivos padres, me compraba muñecos de las tortugas ninja, cromos de fútbol y muñecos de indios y vaqueros que luego quemábamos en la hoguera de la playa y nos divertíamos viendo como se derretían. Pero si algo recuerdo de esos viernes, era que nos reservábamos 25 pesetas para comprar una bolsa repleta de Burmar Flax.
Los Burmar Flax eran la droga para niños más extendida en los 80 y 90, comúnmente denominados "polines".. En la península se comían en verano, pero en Tenerife los teníamos todo el año. Eran esas barras de hielo con colorante y azúcar que chupábamos y derretíamos en el plástico que lo recubría y que más de uno, dado el entusiasmo del lametón, se quedó con la boca cortada como el Joker de Batman.
En aquellas bolsas de Burmar Flax había un montón de ellos, tantos que parecía que no fueran a acabarse nunca. Pero siempre se acababan, y en un mes podías haber comprado tres, cuatro o cinco bolsas perfectamente, por lo que podéis imaginar el nivel de azúcar y líquido con colorante que ingeríamos en un solo 30 días. Para finales de año, cuando nos daban las vacaciones en el colegio, la mayoría de nuestros amigos ya se habían ido a sus hogares en la península, para pasar navidad con otros familiares o de vacaciones, y nos quedábamos solos mi hermana y yo en aquella urbanización donde nos criamos, en la cual todas eran o segundas residencias de gente de la península, o casas vacías de amigos que estaban de vacaciones, todas menos la nuestra.
Recuerdo a los amiguetes de Madrid, de la sierra, que venían en verano y con los que escuchábamos casetes de Loquillo y de la Unión. También recordaba a mi compañero de clase Juan, que vivía en el centro y sus padres estaban separados, y por eso tenía un montón de videojuegos super molones, y aquella niña, que creo recordar se llamaba Laura, que se iba a pasar la navidad a Puertollano y que estaba secretamente enamorado. Cuando ya no quedaba ninguno de ellos, mi barrio se tornaba triste, lúgubre, sumido en la penumbra más intensa. No se escuchaban risas, ni pájaros volando, ni charcos siendo pisados. El sentimiento de vacío era estremecedor, y la amenaza de volver a pasar una navidad solo lo hacía aún peor.
Lo curioso de este caso, es que paralelamente y metafóricamente, el congelador de casa también iba quedando desolado, porque en el mes de Diciembre no ponían el mercadillo, ya que hacían un pesebre, por lo que nuestro suministro de Burmar Flax se veía paralizado. El congelador se iba quedando vacío y carente de colores, los colores de esos polines, Siempre esperando en aquel oasis de frescor. Los primeros días íbamos comiendo los que más nos gustaban. Empezábamos por los de fresa, limón, naranja, los azules de tutti-frutti, los verdes de manzana, seguían los de cola... Pero en el fondo del congelador, quedaban los que no nos gustaban tanto: Los de mora. Esos polines violáceos, con ese tono fúnebre, como de agua sucia, estancada. Quien inventó el polín de mora, no ha probado una mora en su vida, eso está claro. Durante meses se iban acumulando al fondo. No es difícil imaginar el cuadro, verdad?
Un niño sentado en una solitaria calle, en el bordillo de la acera. Ni un coche, con la única compañía de su hermana pequeña y lamiendo aquel polo lamentable, insípido y patético. La misma imagen que se repetiría durante todo un mes. Cuatro semanas, 30 días, 730.001 horas. Aquel bordillo de la calle General Prim, anteriormente lleno de vida y felicidad juvenil, de aventuras y peleas, de deportes y de acción, y ahora solitario e incipiente, solo y oscuro, viendo como los días se iban haciendo poco a poco más cortos y el manto de la noche lo cubría todo, y sabiendo que aún me quedaban varios polos de mora acumulados de 5 o 6 meses en el congelador. Y además, que a los pocos días iba a tener juguetes nuevos y no tendría con quien jugar. Puede que para quien no lo haya vivido pueda parecer una rabieta, pero esta sensación de tristeza y ansiedad, caló tan hondo en mi, que aún hoy en día sigue manifestándose, y en Diciembre no puedo ni oler las moras o las frutas del bosque. Y aunque ya hayan pasado 30 años, sigo estando igual de desprotegido que aquel chaval de los ochenta que se sentaba en el bordillo a ver pasar el tiempo y a esperar a sus amigos.
Simplemente me gustaría, señor juez, que tenga en cuenta esta carta que le escribo, para que sepa que cuando asesiné a la dependienta, no fue a mala fe, ni premeditado. Ella me ofreció un bollo relleno de mora, por lo que apelo a la defensa propia.
Sinceramente;
Aitor Mora del Bosque.
No hay comentarios:
Publicar un comentario