lunes, 14 de diciembre de 2015

Cafe con Sacarina

Se sentó en el sofá de Sky. Enfrente de si, quedaban restos de la cena de ayer. Había dejado a marido descansando en la cama. Siempre se quedaba dormido en el sofá, viendo los programas esos de concursos de chicas en ropas sugerentes, que a mi me hace pensar dos veces si fue buena idea traer al mundo a Paula, nuestra hija. Hace años que no la veo, ¿como le irá a esta chiquilla?

No tiene ganas de cocinar, así que enciende la cafetera que le regaló su vecina Puri hace unas semanas. Es una de esas cafeteras modernas, de esas que funcionan con cápsulas. La usan para no tirarla, ya que el café insípido que desprende no solo es de pésima calidad, si no que las capsulas monodosis tienen un precio desorbitado, así que a la que acabe las dos cajas y media que le quedan, probablemente la subirá al altillo y no se acordará de ella hasta que la Puri venga un día de visita. Parece que le regalaron una cuando compró la suya, y se la encasquetó como regalo de navidad. Como si alguien en su sano juicio quisiera tener dos cafeteras endiabladas, como si con una de ellas por casa y familia no fuera suficiente. Nunca entendió muy bien el mundo de los publicistas y sus excentricidades. Dos cafeteras al precio de una. ¡Absurdo! Lo lógico sería una oferta similar en el producto primo como es el café, pero no en la maquina en si. Hacen ofertas de 2x1 en detergente, pero no el Lavadoras. También hacen ofertas de 2x1 en películas o libros, pero nunca en reproductores de DVD o en librerías para el salón. Es absurdo, y son cosas absurdas que aparecen cada segundo en nuestros televisores, radios y prensa. La publicidad ya no es lo que era. Atrás quedaron simpáticos anuncios de negritos cantando sobre lo bueno que es su marca de cacao soluble o de mujeres hacedoras de yogures de sabores en toscas barricas de madera. Y en eso que el reloj de cuco empieza a dar las once. Va siendo hora de despertar al Manolo.

Manolo era un español como los que ya no quedan. Era un hombre rudo, con tupido bigote y pecho lleno de vello, símbolo de bravura y de masculinidad. Nunca le gustaron las modas que dictaban y promulgaban la depilación masculina en ningún aspecto. Era un gran ahorro en cuchillas de afeitar, cremas y geles de afeitado. Además, y aunque le avergonzaba pensarlo, cuando el Manolo se ponía encima de ella para mostrar su amor, le encantaba notar como sus dedos se perdían en las junglas que tenía en su pecho y en su barriga, que aunque dura, era bastante pronunciada. Sus brazos también estaban cubiertos de pelo, negro como el azabache y decorados con algunos tatuajes que le hicieron en la Legión, en su época militar.

La imagen del Manolo le observa desde el estante del armario del comedor. Tenía una imagen de cuando hizo la mili, con su uniforme verde y su fusil, que entre patata pelada y patata pelada le enseñaron a montar. Los muebles eran rojos, seguramente de roble o algo así. Todos eran de ese estilo clásico tan típico de los años 70. No pesaban mucho cuando tocaba moverlos, así que suponía que no era de madera pura, si no de contrachapado o materiales mucho más baratos que la madera. Sobre la expansible mesa del comedor descansa un tapete blanco que su suegra les regaló, hecho por ella misma. Era una venerable mujer, nada que ver con la imagen de la suegra que todo el mundo odia.  Se sentía muy identificada con las diferentes mujeres que salían en los programas de tertulia de las tardes, tiempo en el que ella se tornaba ama y señora del mando de la televisión, que aún pegajoso por los cacahuetes con miel que come Manolo antes de su siesta cumplía su función.

Ese día era jueves, un jueves que ni tenía sol ni nubes amenazantes de tormenta, un jueves de abril, ni frío ni calor. Un día normal, de una semana normal, pero con la diferencia de que hoy le tocaba llenar la nevera, ya que como ya tenía estudiado, los jueves el mercado aminoraba el trafico de personas, y por lo tanto corría menos riesgos de que la Puri o la Conchi la cogieran por banda para cotillear de las vecinas del barrio. A ella le gustaban los cotilleos, pero solo los de las personas famosas. Al fin y al cabo, no es lo mismo la vida de la infanta o de la mujer de algún torero que la de la mujer del pescadero o el hijo enganchado a esnifar pegamento de la vecina del quinto. Comprendía y respetaba a la gente que encontraba interesante este tipo de rumores. Pero no iban con ella.

Se encontró con ganas de preparar potaje de lentejas, pero para hacerlo, necesitaba un buen trozo de tocino. Y Tomás, el charcutero del mercado municipal tenía uno muy pastoso, además de estar muy por encima de sus aspiraciones económicas. Entonces decidió ir al supermercado, que se encontraba a unas siete manzanas de ahí, pero cogió el autobús, pues había salido con unas manoletinas que compró hace poco y aún no estaban dadas de si, por lo que cada paso que daba era un nuevo paso hacia la locura y el dolor más insufrible.

Picó en el segundo timbre de STOP del autobús, ya que alguien había pegado una goma de mascar en el de su lado, y por el color de este, a nadie le había importado quitar anteriormente. Bajó del autobús y se puso por encima una rebequita que había cogido de casa, porque ya se sabe, los días de Abril en Teruel no te puedes fiar, porque pasan de un sol estupendo a un frío invernal, y ya empezaba a refrescar.


Compró un trozo de tocino, tres morcillas y dos chocizos de esos picantes, de los que tienen la cuerda roja y son muy duros. Le encantaba romperlos con la cuchara y atrapar con ella minúsculos trozos del rojizo embutido en cada bocado. Al salir, observó que aún faltaban 10 minutos para que llegara el autobús, y las nubes que tapizaban el cielo de  lapislázuli se habían convertido en nubes de ébano, como una pátina de negrura traslucida que ensuciaba la tarde y amenazaban con las primeras gotas del aguacero que pronto se tornaría en tormenta pre-veraniega.

 Corrió al bar más cercano para resguardarse, con el carro a rebosar, y cruzó la carretera a toda prisa, sin parar atención a lo que se avecinaba en dirección opuesta a la suya. Alzó la cabeza y entrelazó la mirada con un apuesto mozalbete de no más de 35 años. El sujeto en cuestión lucía una cuidada barba, extensión de su cabello cortada a media melena, como lo llevaba el Brad Pitt en la película esa de gladiadores que alquiló Manolo la semana pasada. Su camisa de cuadros dejaba entrever una majestuosa mata de cabello castaña, que como un salvaje río recorría su pecho indomable, para luego, según su imaginación, desembocar en el santo grial del macho alfa.

El hombre también le observó, y al ver que paraba en medio de la calzada, agarró la mano de María Teresa y le arrastró al otro lado de la acera. Corrieron como dos enamorados hacia el Bar de la esquina, donde tomaron un Café. Café solo, con sacarina pidió ella. Café Macchiato con mucha crema y canela espolvoreada, pidió el. Era la imagen de sus vidas. Ella, mujer atrapada en la telaraña de la monotonía, del marido sobre-protector y más cercano al hombre de cromañón que al semidiós nórdico que le acompañaba en la mesa, había pedido un aburrido café, para el cual, ni siquiera había pedido azúcar. Y no es que estuviera a dieta, pues para estar ya entrada en los cuarenta-y-muchos (una señorita nunca debe revelar su edad) conservaba su figura y sus curvas mucho mejor que mozas mucho más jóvenes que ella. Simplemente la sacarina cumplía con su función. Quitaba la amargura del café, y luego desaparecía, para no dejar ni rastro, ni olor, ni sabor, ni color. Estaba ahí, pero sin estar. El galán de camisa a cuadros, sin embargo, había pedido un café con miles de cosas, que atesoraban quizá, aventuras, pasiones, sueños y caracteres que hasta ese momento, Maria Teresa nunca se había parado a pensar.

Cada "clinc" de la cucharilla y cada sorbo al café, era como melodía celestial que caía sobre los tímpanos como dorada miel cae sobre una caliente tostada de pan blanco y puro.

Despertó de esta ilusión cuando vio que el reloj de la cafetería daba las 20 horas, y el Manolo sin cenar. Se ofreció a llevarla en su coche, que estaba a pocos metros del bar. Ella accedió encantada, y dio instrucciones de como llegar, pero, como era muy prudente, le hizo parar una manzana antes, para que en ningún momento el Manolo pudiera verles juntos y malpensar.

Se despidió de el con un beso en la mejilla y la promesa de llamarle, y este despareció en la esquina con su coche rojo perdiéndose entre gotas de lluvia y el perfume a base de madera y jazmin que desprendía. Notaba mariposas en el estómago, aunque se sintió mal por unos instantes, luego pensó que nunca más vería a ese mozalbete, y que esto solamente era producto de algún resfriado que habría cogido, al fin y al cabo llevaba con el Manolo desde los 17 años, no podía encontrar a nadie más y tampoco lo pretendía. Ella estaba bien.

Entró en su casa procurando no hacer mucho ruido. Manolo seguía enganchado a la pantalla, mirando un partido de fútbol entre dos equipos desconocidos, ya que le encantaba ese deporte. Ya sea el clásico derbi, hasta un partido de chavales pre-adolescentes, Manolillo se los tragaba todos. Y estaba tan sumergido en el partido, que no echó en menos a su mujer en absoluto, se podría decir que absorto en sus pensamientos, no se había percatado de la falta de Maria Teresa en la casa.
Esta, culpable por los pensamientos impuros con el hombre de la barba, le trajo una cerveza y las sobras de los canalones del medio día, ya que era tarde para ponerse a cocinar.

Se acostó temprano y sin cenar, pues los días de lluvia disfrutaba de escuchar las gotas romper contra el cristal de su ventana, este ruido de agonía acuático le proporcionaba un placer y una relajación magnas.

Sonó el despertador a las 8 en punto. En la mesa de cristal del comedor, aún quedaban restos de la cena de ayer. El plato estaba vacío pero pringoso, símbolo de que el Manolo había devorado los canalones sin contemplación ni cuartel alguno. Escuchaba aun las gotas caer, y como había madrugado tanto, se vio con ganas de darle una sorpresa a su marido. Se puso una blusa a toda prisa, sin tan siquiera colocar su sostén en sus pechos redondos, que aunque eran firmes y no los necesitaban en absoluto, encontraba indecente salir de su casa sin. Se puso una falda y unas medias negras que se esparcían y retornaban en forma de gris transparente sobre sus finas y suaves piernas. Pintó sus labios de granate, y sus parpados con azul, con un toque negro en sus pestañas. Se puso un poco de colorete, y peinó su teñida y lisa melena rubia. Se puso unos pendientes que le regalo el Manolo cuando cumplieron 20 años de casados y calzadas las manoletinas viejas (las nuevas seguían mojadas por la lluvia del día anterior) agarró una chaqueta y un paraguas y salió en busca de churros y chocolate caliente a la churrería de la esquina.

Se sorprendió y su corazón dio un vuelco cuando al abrir la puerta del portal se encontró de cara con el joven de ayer. Se había hecho un moño, y llevaba una chaqueta tejana muy ceñida al cuerpo. Estaba apoyado sobre su coche eléctrico, como esperándola. éste se acercó y besó su mejilla. En sus ojos cristalinos se podía notar un cariño y una melancolía que embrujarían a la mismísima Virgen María. Y sin importar lo que las chismosas vecinas pudieran ver, ni importándole que las gotas de lluvia dejaban al descubierto sus erizados pezones bajo la blusa blanca se metió en el coche y se dejó llevar.

Y cuando llegaron a su destino, cesó la lluvia.

Ya no caía ninguna gota, y el cielo dejó de ser grisáceo para volver a ser de lapislázuli.

Y el joven besó los labios de Maria Teresa, y esta se sintió culpable hasta que miró a los ojos del zagal. En el, le venían a la mente las noches que pasó sola esperando al Manolo que estaba en el bar o con los amigos, recordó alguna ocasión que encontró carmín en el cuello de la camisa azul o como de vez en cuando, percibía perfume de mujer en la ropa sucia de su marido. Y entonces lo tubo claro. La duda y la lujuria se anexionaban y daban lugar a una serie de deseos adolescentes que hicieron que por vez primera en mucho tiempo, que del sexo de Maria Teresa brotara abundantemente fluido lubricante. Y más brotó cuando este se abalanzó sobre ella. El pantalón ajustado que el jabato llevaba estaba a punto de reventar bajo la presión, y ella jadeante y roja, quería que reventara directamente en su entrepierna.

Y entonces mientras le besaba el cuello lentamente, fue desabrochando la camisa de el chico. Pectorales duros, brazos rudos y en vez de abdominales, portaba una pared de cristal donde residía todo un ecosistema perfectamente formado. Tenía montañas y riachuelos y palmeras y nubes y sol. Y también tenía mariposas de mil y un colores. Tenía un mundo en miniatura en vez de abdominales. Y esta miró a su amado, que cada vez se hacía más grande. Y de repente notó que podía mover sus rosas alas y extender su boca enrollada mientras el orgasmo más intenso de su vida recorría su cuerpo. Otras mariposas como ella le rodeaban, y en ese mundo de abdominales de cristal, nada le faltaría. Flores de todos los colores y sabores que podáis imaginar. Néctares prohibidos por Yahvé. Raflexias y rosas y azabache. Y de entre todas ellas, la que le llamó mas la atención: Un jazmín rodeado de troncos, perfectamente alineados que le decían "cómeme".

Y ya nunca más pensó en el desgraciado de Manolo. Y ya nunca más pensó en cocinar. Y ya nunca más pensó en sus tareas. Dejó atrás el café con sacarina y se pasó al café Macchiato.  Ahora era libre, feliz y plena en su espacio de orgasmo continuo y placentero. Y aprovechó su vida al máximo y durante las tres semanas de vida que tienen las mariposas, jamás le faltó nada.

FIN.




































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