lunes, 14 de diciembre de 2015

Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona.

Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona. 


Me encontraba en Cadiz, la original ciudad de la luz. París, posteriormente lo plagiaría, pero si alguien ha estado en Cadiz, sabe que los franceses no tienen nada que hacer. Pues ahí me encontraba yo, en la capital, día 12 de agosto, solo, apuesto y vestido para matar, lo cual era la última cosa en la que estaba interesado. Lo que buscaba y necesitaba, en cierta manera era algo para amar, pero llevaba cierto tiempo lejos de Andalucía, y en mi pequeña agenda de piel marrón que me regalaron en la empresa antes de mi jubilación casi obligada (obligada por mi, por supuesto) no había nada escrito. Estaba casi tan vacía como de pelo lo está mi cabeza.

No obstante, decidí darle buen uso, y lleno de esperanzas y sueños adolescentes, ojeé las arrugadas y amarillentas páginas de mi compañera, guardiana inmóvil de mis horas muertas, y me decidí a llamar a uno de aquellos viejos números telefónicos. El primero que escogí, correspondía a un pequeño bombón, una deliciosa y menuda mujercita, que con mala suerte era mi prima segunda. Entre nosotros, con nuestra juventud ferviente y salvaje, siempre existía una latente tensión sexual. Ella se llamaba Laura, y era de Jaén. El único motivo por el cual no llegaron nuestros sexos adolescentes a compenetrarse varias veces y en diferentes velocidades era mi tía abuela. Tía abuela, que a su vez era abuela (únicamente) de Laura, por lo que eso nos convertía en primos segundos. Recuerdo sin embargo, a mi abuela (sin ser tía, esta vez) Pepita, llorar y marchar por la perdida de su hermana jaenense ( o jaenera, jaenaína, o sea el que fuere su maldito gentilicio del averno) Laura se había mudado a Cádiz, y ahora, muerta la perra, muerta la rabia (y con perra me refiero a la tía abuela, esta vez si, tía y abuela) nada se interpondría entre nuestros cuerpos. La lascivia se apoderaría de nosotros, el morbo adolescente se tornaría deseo, el deseo en descuido, y el descuido en pecado.
La recordaba sin embargo de modo muy vago: 19 años, 100-65-90, y una piel semejante al melocotón en almíbar (de hecho, no tengo ni la más remota idea de cual es este tipo de piel. Con todo, he leído esta descripción en muchas novelas de Henry James, y la he plagiado al bueno de Groucho Marx. Por lo demás. si es bueno para el viejo Henry, lo es también para mi)

Con el corazón palpitante, y el pene humedecido por la idea del incesto interracial (su padre era negro, por lo que la convertía en una mulata medio gitana) marqué el número, lleno de expectación y de impaciencia por oír su voz cantarina que siempre me recordaba a las campanillas de una fría noche de navidad junto a la hoguera.
Respondieron más bien con rapidez a la llamada, pero !qué decepción! !No eran las campanillas de navidad! La voz que salió era la de un perfecto barítono antinatural entre whisky y ducados sin filtro. No se que aspecto tendría pero a mis ojos apareció la figura de un ogro con cara de uruk-hai, con las espaldas del tamaño de Mordor y que probablemente se dedicaba a la captura y desgarre posterior de los miembros de los críos que cruzaran el puente que conduce hasta la comarca (La única razón por la que he hecho estos comparativos, es porque desde mi ventana se ve un cartel en la parada de autobús de la línea C7 donde anuncian nosequé parte de nosequé película basada en nosequé libro de Tolkien)
No me atreví a preguntar por mi prima segunda mulata con belleza solo digna de los dioses y pelo como de ébano rizado destacados por dos enormes ojos verdes esmeraldas. En todo caso estaba demasiado asustado como para preguntarle por la hermosa Laura. Porque de una cosa estaba seguro: No se trataba de Laura. Y si era ella, no creo que hubiera merecido la pena pasar una noche con ella.

Ahora, yo era un hombre de mediana edad, tirando al madurito interesante. Un poco como Clooney (aplíquese al símil de Clooney de la época en la que me esté usted leyendo) sólo que más calvo, más gordo, más feo y en definitiva, más parecido a un sapo en un mal día.  Pero cuando tenía veinte años, era un calavera y un playboy. Saqué mi vieja agenda, y llamé a mi amigo Albert O'Flyer. Albert era un muchacho negro, no negro del todo quizás, más tirando al chocolate con leche. Salió del armario cuando cumplimos los 30, y ahora, cumpliendo el topico del trilirí que se dedica a la moda, se codea con las modelos más bellas de este lado del Ebro. Descolgué el telefono sin pensarlo, y Albert se alegró de escuchar mi voz:

-Hola cari! Cuanto tiempo sin saber de ti, mi amor!
-Si, buenas, Albert -Respondí, carraspeando la garganta para mostrar que yo era muy macho- Si que es cierto que últimamente no hemos conectado demasiado, y ya que estoy en Cádiz (ciudad del pecado) querría saber si tienes algún plan para esta noche

Estaba fingiendo, claro. Yo ya sabía que Albert tenía un plan para esa noche. Sin ir mas lejos, dos días antes, había visto al muy sinvergüenza junto a la italiana Pamela Belucci en la portada de la revista Salseo, una revista del corazón de segunda que sobreviven gracias a las suscripciones de consultas del dentista y peluquerías varias.  En esta rotativa, se detallaba como se iba a celebrar uno de los más importantes congresos de moda de España, el de Puerto de Santa María, a unos siete kilómetros de mi hotel. Podría ir nadando si no fuese por el arquitecto infernal que diseñó Cádiz: Estoy convencido de que Cádiz fue ideado por un sádico endiablado que decidió deliberadamente y sin dar marcha atrás, no emplear en sus planos ni compás ni agrimesor. Ahora, siglos después de su muerte, ya está en la otra vida, y se encuentra junto al gran creador de mapas, cartógrafo legendario que reina en los cielos. Sin embargo, en mi mirada imaginativa y joven, lo veo sentado en lo alto de una torre de nubes, observando el estropicio que ha creado y riendo histéricamente por la desesperación que inunda la mente de los gaditanos. Por ejemplo, si coges tres docenas de fideos hervidos, los echas de cualquier manera en una bandeja, y luego esta bandeja la arrojas por la ventana, tendrás una idea bastante aproximada de cómo fueron trazadas las calles. Lo dicho, que mi única opción era tomar un taxi, o cruzar a nado. Y puesto que no llevaba mis bermudas de flores tropicales, opté por la primera opción.

O eso creí. Albert, negro como el carbón y como su propia alma, aun sabiendo lo altamente desesperado que estoy, sabiendo el tiempo que hacía que no bajaba a Andalucía, y sin tener consideración de todo lo que estaba  aguantando su recién adquirido acento "gay" no me invitó a la pasarela. No solo no me invitó, si no cuando le pregunté si sabía algo, me dijo que estaba muy enfermo.

Las horas pasaban y mi libido no hacía mas que aumentar. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que en la televisión del hotel solamente se pudiera ver el Canal Erótico, con sus modelos adolescentes de 40 años y sus mensajes de texto  subiditos de tono a euro con cincuenta y seis centimos cada uno.

Cerré los ojos y al abrirlos, me encontré con que era de día. Había pasado la noche entera escuchando esa música funk setentera que suelen protagonizar las bandas sonoras de las películas porno-eróticas, y yo por dentro, seguía luchando por escampar mi semilla sobre cualquier fémina que pasara por mi vera. Y esto no es un sentimiento o una idea egoísta ni mucho menos. Un día entre siesta y siesta, un documental de la televisión publica me enseñó que los seres vivos tenemos cinco funciones vitales: Nacer, crecer, alimentarnos, reproducirnos y morir. Por lo que se podía decir, que lo que buscaba era cumplir mis funciones vitales, retrasando la última y que las anteriores me costaran poco o nada. Me desbordaba, no podía mas.

Salí a la calle no sin antes pasar por el restaurante del hotel. Era un restaurante como todos los que suelen haber en hoteles. Ni feo ni bonito, ni vivo ni incoloro, ni sabroso ni insípido. No había nada a destacar, salvo las lorzas que portaba el Barman y los deliciosos pechos de una turgente jovencita llamada Jessi. Jessi era hija de Pedro, el barman en cuestión. Era rubia, tenia siempre la boca abierta incluso cuando mascaba un jugoso y afortuinado chicle de fresa. Ese carmín en los labios de caramelo  y esos ojos verdes con fondo azulado no distraían la atención del ligero escote con el cual mostraba a los pobres infelices como yo que Dios es grande y que además le gustan los pechos bien puestos.

Explotada la burbuja de su chicle y despertándome de un largo letargo de inconsciencia de varios segundos en los cuales mi saliva brotaba de la boca como brota un riachuelo fresco en las orillas de Mississippi, Jessi se acercó y con tono templadamente irrespetuoso me miró y me dijo "¿Que va a tomar el señor?"

Ah, el amor. Cuan cruel es cupido cuando te apunta con su flecha y te la dispara ansioso, te la dispara bien acertada entre un testículo y otro. Que diosa había bajado a la tierra para fecundar en su vientre tal muchacha encantada, con labios de rubí y ojos de zafiro. Y pelo rubio como de oro y dientes brillantes como de plata. El tilín del pendiente que llevaba en el ombligo bien seguro estaba que eran las mas dulces sinfonías jamás creadas por el hombre. Que ganas de reproducirme con la Jessi. Que ganas de empotrarla en la barra de su padre y hacerla mía y solamente mía hasta que llegue el momento de volver a Palafurgell.

"Café solo, tostada con aceite y sal, y si tienes, trame el periódico". Le dije, mirándole de reojo mientras sacaba mi pitillera, en tono insinuante. Cuando volvió, me guiñó un ojo, y me dijo que si le podía dar un canutillo, lo que yo supuse que era un cigarro. Asentí, di un golpe a la cajetilla y salió uno disparado entre los dedos magníficos y sensuales de las menudas manos de la Jessi. Dejé una generosa propina, casi sin haberme acabado el café y junto mi billete, le dejé apuntado el número de mi movil y mi nombre, firmado con un provocativo "llámame".

Así que ni corto ni perezoso me di una vuelta por Cádiz para hacer tiempo. Por lo que pude ver el día anterior, Jessi salía de trabajar a las 22 horas. Así que en resumidas cuentas, tenía casi siete horas que perder por las calles de la ciudad. Me fui al centro comercial, donde vi pasar a venerables ancianas a un paso de irse al otro barrio, y veía pasar exuberantes colegialas, con ajustadísimos uniformes que poca justicia hacían a la palabra holgado, que apretaban sus senos casi ilegales dada su minoría de edad, y con las que Céfiro, el Dios del viento del oeste, obsequiaba las vistas del banco de enfrente cuando soplaba y hacía subir las faldas de las muchachas, de cuadros azules y negros y verdes. Verde era mi alma, pues me sentía sucio al mirar esas braguitas blancas impolutas cuando en mi hotel me esperaba mi dulce Jessi. Miré el reloj, y las agujas marcaban las 20 horas. Será hora de poner rumbo ya hacia el hotel - me dije.

Consideré que ir caminando y ver un poco la ciudad compensaba la cantidad de dinero absurda que pedían los taxistas por acercarme al centro, así que caminante no hay camino, se hace camino al andar que decía el poeta, y rumbo al hotel por las callejuelas de Cádiz. En eso que en una esquina me asaltó un vendedor de flores ambulante de origen árabe, o hindú, o del medio oeste, que mas da (nunca se me ha dado bien reconocer los tonos epidérmicos entre las diferentes étnicas) que vendía flores casi marchitas a un precio muy por encima de lo que costaría la vestimenta del hombre (incluyendo la cadena de oro que mostraba en su cuello) Pero claro, ¿como iba yo a presentarme ante la Jessi sin una triste flor? Así que compré todas las rosas a ese pobre zíngaro, que gracias al fondo de la cartera esa noche pudo comer caliente (y las noches que la precedían de igual manera pudo, pues como dije, era un precio desorbitado)

Ya llegando al hotel, subí a mi habitación y me duché. No había ningún mensaje en el contestador ni en mi buzón de voz, por lo que supuse que Jessi aún no había tenido tiempo de telefonear. Me puse jabón en todas las partes de mi cuerpo, primero en mi lustrosa calva, luego en mi cuello, debajo de mis pechos, entre mis pechos y por encima de mis pechos también. Limpié a fondo mi ombligo, para que ningún hedor traicionero pudiera expeler, y limpié a fondo hasta entre los dedos de los pies. Todo era poco para mi Jessi. Ya duchado y con la toalla rodeando con sumo esfuerzo mi pronunciada cadera, me peiné el lado derecho de la cabeza hacia el izquierdo, quedándome una especie de cortinilla que como todo el mundo sabe, es muy digna y disimula muy bien las calvas.
Me afeité, mientras escuchaba en la radio baladas de pop-rock de esas melosas que gustan tanto a las niñas y a las adultas solteras que sueñan con que el actor de moda desee su parrus olvidado, con estribillos torpes y melodías repetitivas, Pero el dial de la radio había pasado por tiempos mejores, y ahora, tras una capa de celo levantado por los costados y lleno de partículas de polvo y patinas de pura roña se reguardaba la emisora 105,191 FM que por azar numérico son el nombre de mi Jessi. "J" es la décima letra del abecedario. "E" es la quinta, mientras que "S" es la número 19, y la "A", como siempre, la 1. Por lo que el conjunto de numeros de esta emisora se podría traducir como JESI. Si, todo eran señales. Jessi será mi presa, como lo fue Lolita para Humbert Humbert, en el mejor libro que se ha escrito jamás. Recorté mi bigote hasta dejar un leve recuerdo de el por encima del labio superior, como lo llevaban los grandes caballeros del cine clásico, y me embadurné en desodorante roll-on y cocteles de feromónas que había adquirido una noche en la teletienda de algún canal local donde se me cobraron más gastos de envío que de producto, santa inocencia.

Bajé cuando quedaban 10 minutos para que mi pequeño querubín, mi nínfula, mi amada Jessi librara de su día agotador de trabajo. Y bajé las escaleras, con el ramo de rosas bajo el brazo (que junté en un papel como transparente de color verde que encontré en mi habitación, para disimular mi compra clandestina) mientras me ajustaba el Windsor con el que había anudado mi corbata. Quizá había algún nudo más elegante, pero tampoco quería llegar tarde, pues esto era una sorpresa para ella y probablemente nada más salir ponga rumbo a su casa para estudiar, o ver una película quizá, pero el caso es que no me esperaba en absoluto. Tampoco creo que a mi Jessi le importe mucho que tipo de nudo lleve o deje de llevar. Elejí una corbata amarilla, con detalles en azul y rojo, que destacaba sobre mi camisa blanca resguardada por mi americana de pana marrón. Todo un galán, para conquistar a mi dulce Dulcinea.

¡Cuan macabro es Belial cuando sube del infierno para castigarnos a los mortales! Y esque cuando giré la esquina que separaba el hotel del restaurante, un chico con el pelo rapado y en punta, con camiseta de tirantes y con aros de oro en las orejas que parecían hula-hops escudriñaba a mi niña desde la puerta del negocio. Con casco de moto en una mano y bolsa de plástico en la otra, en la cual, pude adivinar por el contorno, portaba botellas de cristal. El zagal guiñó el ojo, y apareció mi Jessi, que sin tirar el chicle, hurgó la campanilla del chaval con la lengua mientras se ponía de puntillas sobre sus generosos tacones rojos como la sangre de una virgen. Me quedé perplejo. No podía creerlo... Avancé unos pasos cuando la silueta de mi ángel quedaba diluida en la negra noche y ya solo el recuerdo de la luz roja trasera de la moto de ese delincuente en potencia aparecía por la larga calle. Luz cegadora, luz maldita, luz burlona. Entre en el restaurante, y tras pasar la primera mesa de la terraza, arrojé mis flores endiabladamente costosas contra la papelera más cercana. Y ahí pude ver un papel que me resultaba familiar, arrugado, como hecho bola. Era la nota donde le dejé el número de mi teléfono. Nota que utilizó para envolver el chicle de menta y dejarlo olvidado, junto a mi teléfono y mi corazón. "La propina si que se la ha quedado" pensé para mí.

Ahogué un sollozo con wiskhey de 15 años y si los borrachos caminan haciendo "S" con sus pasos, yo hice en abecedario entero cuando llegué a la habitación de mi hotel. Apagué la radio que estaba encendida, y vi que no era la 105,191 FM, si no que era la 105,9, pero el cartón impreso con los números de la emisora habían hecho un pliegue muy acertado que había dado lugar a mi confusión. Así que quedaba JEI, las siglas de "Juan eres imbécil", y que acertado era el mensaje. Y lo peor de todo, es que me quedaba un solo día en Cádiz.

Desistí en mi búsqueda. Lo mejor será esperar a volver a casa, ahí Loli, la del 4º-A suele hacerlo a cambio de una compensación económica. Que mas daba, pensé. Si al final, me he gastado mas en flores y en taxis que lo que me costaría ir al grano con Loli.
Y decidido el plan, y sin más preámbulos, fui al aeropuerto, vendí el billete, compré otro para esa misma noche, y me fuí de vuelta a Girona, donde Loli cumplió mis expectativas muy gratamente, a cambio de que yo cumpliera las suyas. Y vaya si las cumplí! Con lo que me ahorré de día extra de hotel, di a Loli la más alta propina que jamás nadie le haya pagado. Y entré en un largo sueño, largo y profundo sueño, donde todos los problemas parecían haber desaparecido...

...Y cuando a las tres de la madrugada me desperté con más sed que el camello de Baltasar y puse rumbo a la cocina para aplacar mis ansias de elemento líquido, al encender la luz y ver el calendario, se me cayó la botella de agua al suelo al presenciar el día 14 de agosto rodeado con bolígrafo Rojo. Y entonces hice memoria. Ayer se casaba Encarna, mi hija menor en Cádiz. Y yo, en vez de estar pescando mujerzuelas tenía que haberle llevado al altar.























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