lunes, 14 de diciembre de 2015

Cafe con Sacarina

Se sentó en el sofá de Sky. Enfrente de si, quedaban restos de la cena de ayer. Había dejado a marido descansando en la cama. Siempre se quedaba dormido en el sofá, viendo los programas esos de concursos de chicas en ropas sugerentes, que a mi me hace pensar dos veces si fue buena idea traer al mundo a Paula, nuestra hija. Hace años que no la veo, ¿como le irá a esta chiquilla?

No tiene ganas de cocinar, así que enciende la cafetera que le regaló su vecina Puri hace unas semanas. Es una de esas cafeteras modernas, de esas que funcionan con cápsulas. La usan para no tirarla, ya que el café insípido que desprende no solo es de pésima calidad, si no que las capsulas monodosis tienen un precio desorbitado, así que a la que acabe las dos cajas y media que le quedan, probablemente la subirá al altillo y no se acordará de ella hasta que la Puri venga un día de visita. Parece que le regalaron una cuando compró la suya, y se la encasquetó como regalo de navidad. Como si alguien en su sano juicio quisiera tener dos cafeteras endiabladas, como si con una de ellas por casa y familia no fuera suficiente. Nunca entendió muy bien el mundo de los publicistas y sus excentricidades. Dos cafeteras al precio de una. ¡Absurdo! Lo lógico sería una oferta similar en el producto primo como es el café, pero no en la maquina en si. Hacen ofertas de 2x1 en detergente, pero no el Lavadoras. También hacen ofertas de 2x1 en películas o libros, pero nunca en reproductores de DVD o en librerías para el salón. Es absurdo, y son cosas absurdas que aparecen cada segundo en nuestros televisores, radios y prensa. La publicidad ya no es lo que era. Atrás quedaron simpáticos anuncios de negritos cantando sobre lo bueno que es su marca de cacao soluble o de mujeres hacedoras de yogures de sabores en toscas barricas de madera. Y en eso que el reloj de cuco empieza a dar las once. Va siendo hora de despertar al Manolo.

Manolo era un español como los que ya no quedan. Era un hombre rudo, con tupido bigote y pecho lleno de vello, símbolo de bravura y de masculinidad. Nunca le gustaron las modas que dictaban y promulgaban la depilación masculina en ningún aspecto. Era un gran ahorro en cuchillas de afeitar, cremas y geles de afeitado. Además, y aunque le avergonzaba pensarlo, cuando el Manolo se ponía encima de ella para mostrar su amor, le encantaba notar como sus dedos se perdían en las junglas que tenía en su pecho y en su barriga, que aunque dura, era bastante pronunciada. Sus brazos también estaban cubiertos de pelo, negro como el azabache y decorados con algunos tatuajes que le hicieron en la Legión, en su época militar.

La imagen del Manolo le observa desde el estante del armario del comedor. Tenía una imagen de cuando hizo la mili, con su uniforme verde y su fusil, que entre patata pelada y patata pelada le enseñaron a montar. Los muebles eran rojos, seguramente de roble o algo así. Todos eran de ese estilo clásico tan típico de los años 70. No pesaban mucho cuando tocaba moverlos, así que suponía que no era de madera pura, si no de contrachapado o materiales mucho más baratos que la madera. Sobre la expansible mesa del comedor descansa un tapete blanco que su suegra les regaló, hecho por ella misma. Era una venerable mujer, nada que ver con la imagen de la suegra que todo el mundo odia.  Se sentía muy identificada con las diferentes mujeres que salían en los programas de tertulia de las tardes, tiempo en el que ella se tornaba ama y señora del mando de la televisión, que aún pegajoso por los cacahuetes con miel que come Manolo antes de su siesta cumplía su función.

Ese día era jueves, un jueves que ni tenía sol ni nubes amenazantes de tormenta, un jueves de abril, ni frío ni calor. Un día normal, de una semana normal, pero con la diferencia de que hoy le tocaba llenar la nevera, ya que como ya tenía estudiado, los jueves el mercado aminoraba el trafico de personas, y por lo tanto corría menos riesgos de que la Puri o la Conchi la cogieran por banda para cotillear de las vecinas del barrio. A ella le gustaban los cotilleos, pero solo los de las personas famosas. Al fin y al cabo, no es lo mismo la vida de la infanta o de la mujer de algún torero que la de la mujer del pescadero o el hijo enganchado a esnifar pegamento de la vecina del quinto. Comprendía y respetaba a la gente que encontraba interesante este tipo de rumores. Pero no iban con ella.

Se encontró con ganas de preparar potaje de lentejas, pero para hacerlo, necesitaba un buen trozo de tocino. Y Tomás, el charcutero del mercado municipal tenía uno muy pastoso, además de estar muy por encima de sus aspiraciones económicas. Entonces decidió ir al supermercado, que se encontraba a unas siete manzanas de ahí, pero cogió el autobús, pues había salido con unas manoletinas que compró hace poco y aún no estaban dadas de si, por lo que cada paso que daba era un nuevo paso hacia la locura y el dolor más insufrible.

Picó en el segundo timbre de STOP del autobús, ya que alguien había pegado una goma de mascar en el de su lado, y por el color de este, a nadie le había importado quitar anteriormente. Bajó del autobús y se puso por encima una rebequita que había cogido de casa, porque ya se sabe, los días de Abril en Teruel no te puedes fiar, porque pasan de un sol estupendo a un frío invernal, y ya empezaba a refrescar.


Compró un trozo de tocino, tres morcillas y dos chocizos de esos picantes, de los que tienen la cuerda roja y son muy duros. Le encantaba romperlos con la cuchara y atrapar con ella minúsculos trozos del rojizo embutido en cada bocado. Al salir, observó que aún faltaban 10 minutos para que llegara el autobús, y las nubes que tapizaban el cielo de  lapislázuli se habían convertido en nubes de ébano, como una pátina de negrura traslucida que ensuciaba la tarde y amenazaban con las primeras gotas del aguacero que pronto se tornaría en tormenta pre-veraniega.

 Corrió al bar más cercano para resguardarse, con el carro a rebosar, y cruzó la carretera a toda prisa, sin parar atención a lo que se avecinaba en dirección opuesta a la suya. Alzó la cabeza y entrelazó la mirada con un apuesto mozalbete de no más de 35 años. El sujeto en cuestión lucía una cuidada barba, extensión de su cabello cortada a media melena, como lo llevaba el Brad Pitt en la película esa de gladiadores que alquiló Manolo la semana pasada. Su camisa de cuadros dejaba entrever una majestuosa mata de cabello castaña, que como un salvaje río recorría su pecho indomable, para luego, según su imaginación, desembocar en el santo grial del macho alfa.

El hombre también le observó, y al ver que paraba en medio de la calzada, agarró la mano de María Teresa y le arrastró al otro lado de la acera. Corrieron como dos enamorados hacia el Bar de la esquina, donde tomaron un Café. Café solo, con sacarina pidió ella. Café Macchiato con mucha crema y canela espolvoreada, pidió el. Era la imagen de sus vidas. Ella, mujer atrapada en la telaraña de la monotonía, del marido sobre-protector y más cercano al hombre de cromañón que al semidiós nórdico que le acompañaba en la mesa, había pedido un aburrido café, para el cual, ni siquiera había pedido azúcar. Y no es que estuviera a dieta, pues para estar ya entrada en los cuarenta-y-muchos (una señorita nunca debe revelar su edad) conservaba su figura y sus curvas mucho mejor que mozas mucho más jóvenes que ella. Simplemente la sacarina cumplía con su función. Quitaba la amargura del café, y luego desaparecía, para no dejar ni rastro, ni olor, ni sabor, ni color. Estaba ahí, pero sin estar. El galán de camisa a cuadros, sin embargo, había pedido un café con miles de cosas, que atesoraban quizá, aventuras, pasiones, sueños y caracteres que hasta ese momento, Maria Teresa nunca se había parado a pensar.

Cada "clinc" de la cucharilla y cada sorbo al café, era como melodía celestial que caía sobre los tímpanos como dorada miel cae sobre una caliente tostada de pan blanco y puro.

Despertó de esta ilusión cuando vio que el reloj de la cafetería daba las 20 horas, y el Manolo sin cenar. Se ofreció a llevarla en su coche, que estaba a pocos metros del bar. Ella accedió encantada, y dio instrucciones de como llegar, pero, como era muy prudente, le hizo parar una manzana antes, para que en ningún momento el Manolo pudiera verles juntos y malpensar.

Se despidió de el con un beso en la mejilla y la promesa de llamarle, y este despareció en la esquina con su coche rojo perdiéndose entre gotas de lluvia y el perfume a base de madera y jazmin que desprendía. Notaba mariposas en el estómago, aunque se sintió mal por unos instantes, luego pensó que nunca más vería a ese mozalbete, y que esto solamente era producto de algún resfriado que habría cogido, al fin y al cabo llevaba con el Manolo desde los 17 años, no podía encontrar a nadie más y tampoco lo pretendía. Ella estaba bien.

Entró en su casa procurando no hacer mucho ruido. Manolo seguía enganchado a la pantalla, mirando un partido de fútbol entre dos equipos desconocidos, ya que le encantaba ese deporte. Ya sea el clásico derbi, hasta un partido de chavales pre-adolescentes, Manolillo se los tragaba todos. Y estaba tan sumergido en el partido, que no echó en menos a su mujer en absoluto, se podría decir que absorto en sus pensamientos, no se había percatado de la falta de Maria Teresa en la casa.
Esta, culpable por los pensamientos impuros con el hombre de la barba, le trajo una cerveza y las sobras de los canalones del medio día, ya que era tarde para ponerse a cocinar.

Se acostó temprano y sin cenar, pues los días de lluvia disfrutaba de escuchar las gotas romper contra el cristal de su ventana, este ruido de agonía acuático le proporcionaba un placer y una relajación magnas.

Sonó el despertador a las 8 en punto. En la mesa de cristal del comedor, aún quedaban restos de la cena de ayer. El plato estaba vacío pero pringoso, símbolo de que el Manolo había devorado los canalones sin contemplación ni cuartel alguno. Escuchaba aun las gotas caer, y como había madrugado tanto, se vio con ganas de darle una sorpresa a su marido. Se puso una blusa a toda prisa, sin tan siquiera colocar su sostén en sus pechos redondos, que aunque eran firmes y no los necesitaban en absoluto, encontraba indecente salir de su casa sin. Se puso una falda y unas medias negras que se esparcían y retornaban en forma de gris transparente sobre sus finas y suaves piernas. Pintó sus labios de granate, y sus parpados con azul, con un toque negro en sus pestañas. Se puso un poco de colorete, y peinó su teñida y lisa melena rubia. Se puso unos pendientes que le regalo el Manolo cuando cumplieron 20 años de casados y calzadas las manoletinas viejas (las nuevas seguían mojadas por la lluvia del día anterior) agarró una chaqueta y un paraguas y salió en busca de churros y chocolate caliente a la churrería de la esquina.

Se sorprendió y su corazón dio un vuelco cuando al abrir la puerta del portal se encontró de cara con el joven de ayer. Se había hecho un moño, y llevaba una chaqueta tejana muy ceñida al cuerpo. Estaba apoyado sobre su coche eléctrico, como esperándola. éste se acercó y besó su mejilla. En sus ojos cristalinos se podía notar un cariño y una melancolía que embrujarían a la mismísima Virgen María. Y sin importar lo que las chismosas vecinas pudieran ver, ni importándole que las gotas de lluvia dejaban al descubierto sus erizados pezones bajo la blusa blanca se metió en el coche y se dejó llevar.

Y cuando llegaron a su destino, cesó la lluvia.

Ya no caía ninguna gota, y el cielo dejó de ser grisáceo para volver a ser de lapislázuli.

Y el joven besó los labios de Maria Teresa, y esta se sintió culpable hasta que miró a los ojos del zagal. En el, le venían a la mente las noches que pasó sola esperando al Manolo que estaba en el bar o con los amigos, recordó alguna ocasión que encontró carmín en el cuello de la camisa azul o como de vez en cuando, percibía perfume de mujer en la ropa sucia de su marido. Y entonces lo tubo claro. La duda y la lujuria se anexionaban y daban lugar a una serie de deseos adolescentes que hicieron que por vez primera en mucho tiempo, que del sexo de Maria Teresa brotara abundantemente fluido lubricante. Y más brotó cuando este se abalanzó sobre ella. El pantalón ajustado que el jabato llevaba estaba a punto de reventar bajo la presión, y ella jadeante y roja, quería que reventara directamente en su entrepierna.

Y entonces mientras le besaba el cuello lentamente, fue desabrochando la camisa de el chico. Pectorales duros, brazos rudos y en vez de abdominales, portaba una pared de cristal donde residía todo un ecosistema perfectamente formado. Tenía montañas y riachuelos y palmeras y nubes y sol. Y también tenía mariposas de mil y un colores. Tenía un mundo en miniatura en vez de abdominales. Y esta miró a su amado, que cada vez se hacía más grande. Y de repente notó que podía mover sus rosas alas y extender su boca enrollada mientras el orgasmo más intenso de su vida recorría su cuerpo. Otras mariposas como ella le rodeaban, y en ese mundo de abdominales de cristal, nada le faltaría. Flores de todos los colores y sabores que podáis imaginar. Néctares prohibidos por Yahvé. Raflexias y rosas y azabache. Y de entre todas ellas, la que le llamó mas la atención: Un jazmín rodeado de troncos, perfectamente alineados que le decían "cómeme".

Y ya nunca más pensó en el desgraciado de Manolo. Y ya nunca más pensó en cocinar. Y ya nunca más pensó en sus tareas. Dejó atrás el café con sacarina y se pasó al café Macchiato.  Ahora era libre, feliz y plena en su espacio de orgasmo continuo y placentero. Y aprovechó su vida al máximo y durante las tres semanas de vida que tienen las mariposas, jamás le faltó nada.

FIN.




































Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona.

Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona. 


Me encontraba en Cadiz, la original ciudad de la luz. París, posteriormente lo plagiaría, pero si alguien ha estado en Cadiz, sabe que los franceses no tienen nada que hacer. Pues ahí me encontraba yo, en la capital, día 12 de agosto, solo, apuesto y vestido para matar, lo cual era la última cosa en la que estaba interesado. Lo que buscaba y necesitaba, en cierta manera era algo para amar, pero llevaba cierto tiempo lejos de Andalucía, y en mi pequeña agenda de piel marrón que me regalaron en la empresa antes de mi jubilación casi obligada (obligada por mi, por supuesto) no había nada escrito. Estaba casi tan vacía como de pelo lo está mi cabeza.

No obstante, decidí darle buen uso, y lleno de esperanzas y sueños adolescentes, ojeé las arrugadas y amarillentas páginas de mi compañera, guardiana inmóvil de mis horas muertas, y me decidí a llamar a uno de aquellos viejos números telefónicos. El primero que escogí, correspondía a un pequeño bombón, una deliciosa y menuda mujercita, que con mala suerte era mi prima segunda. Entre nosotros, con nuestra juventud ferviente y salvaje, siempre existía una latente tensión sexual. Ella se llamaba Laura, y era de Jaén. El único motivo por el cual no llegaron nuestros sexos adolescentes a compenetrarse varias veces y en diferentes velocidades era mi tía abuela. Tía abuela, que a su vez era abuela (únicamente) de Laura, por lo que eso nos convertía en primos segundos. Recuerdo sin embargo, a mi abuela (sin ser tía, esta vez) Pepita, llorar y marchar por la perdida de su hermana jaenense ( o jaenera, jaenaína, o sea el que fuere su maldito gentilicio del averno) Laura se había mudado a Cádiz, y ahora, muerta la perra, muerta la rabia (y con perra me refiero a la tía abuela, esta vez si, tía y abuela) nada se interpondría entre nuestros cuerpos. La lascivia se apoderaría de nosotros, el morbo adolescente se tornaría deseo, el deseo en descuido, y el descuido en pecado.
La recordaba sin embargo de modo muy vago: 19 años, 100-65-90, y una piel semejante al melocotón en almíbar (de hecho, no tengo ni la más remota idea de cual es este tipo de piel. Con todo, he leído esta descripción en muchas novelas de Henry James, y la he plagiado al bueno de Groucho Marx. Por lo demás. si es bueno para el viejo Henry, lo es también para mi)

Con el corazón palpitante, y el pene humedecido por la idea del incesto interracial (su padre era negro, por lo que la convertía en una mulata medio gitana) marqué el número, lleno de expectación y de impaciencia por oír su voz cantarina que siempre me recordaba a las campanillas de una fría noche de navidad junto a la hoguera.
Respondieron más bien con rapidez a la llamada, pero !qué decepción! !No eran las campanillas de navidad! La voz que salió era la de un perfecto barítono antinatural entre whisky y ducados sin filtro. No se que aspecto tendría pero a mis ojos apareció la figura de un ogro con cara de uruk-hai, con las espaldas del tamaño de Mordor y que probablemente se dedicaba a la captura y desgarre posterior de los miembros de los críos que cruzaran el puente que conduce hasta la comarca (La única razón por la que he hecho estos comparativos, es porque desde mi ventana se ve un cartel en la parada de autobús de la línea C7 donde anuncian nosequé parte de nosequé película basada en nosequé libro de Tolkien)
No me atreví a preguntar por mi prima segunda mulata con belleza solo digna de los dioses y pelo como de ébano rizado destacados por dos enormes ojos verdes esmeraldas. En todo caso estaba demasiado asustado como para preguntarle por la hermosa Laura. Porque de una cosa estaba seguro: No se trataba de Laura. Y si era ella, no creo que hubiera merecido la pena pasar una noche con ella.

Ahora, yo era un hombre de mediana edad, tirando al madurito interesante. Un poco como Clooney (aplíquese al símil de Clooney de la época en la que me esté usted leyendo) sólo que más calvo, más gordo, más feo y en definitiva, más parecido a un sapo en un mal día.  Pero cuando tenía veinte años, era un calavera y un playboy. Saqué mi vieja agenda, y llamé a mi amigo Albert O'Flyer. Albert era un muchacho negro, no negro del todo quizás, más tirando al chocolate con leche. Salió del armario cuando cumplimos los 30, y ahora, cumpliendo el topico del trilirí que se dedica a la moda, se codea con las modelos más bellas de este lado del Ebro. Descolgué el telefono sin pensarlo, y Albert se alegró de escuchar mi voz:

-Hola cari! Cuanto tiempo sin saber de ti, mi amor!
-Si, buenas, Albert -Respondí, carraspeando la garganta para mostrar que yo era muy macho- Si que es cierto que últimamente no hemos conectado demasiado, y ya que estoy en Cádiz (ciudad del pecado) querría saber si tienes algún plan para esta noche

Estaba fingiendo, claro. Yo ya sabía que Albert tenía un plan para esa noche. Sin ir mas lejos, dos días antes, había visto al muy sinvergüenza junto a la italiana Pamela Belucci en la portada de la revista Salseo, una revista del corazón de segunda que sobreviven gracias a las suscripciones de consultas del dentista y peluquerías varias.  En esta rotativa, se detallaba como se iba a celebrar uno de los más importantes congresos de moda de España, el de Puerto de Santa María, a unos siete kilómetros de mi hotel. Podría ir nadando si no fuese por el arquitecto infernal que diseñó Cádiz: Estoy convencido de que Cádiz fue ideado por un sádico endiablado que decidió deliberadamente y sin dar marcha atrás, no emplear en sus planos ni compás ni agrimesor. Ahora, siglos después de su muerte, ya está en la otra vida, y se encuentra junto al gran creador de mapas, cartógrafo legendario que reina en los cielos. Sin embargo, en mi mirada imaginativa y joven, lo veo sentado en lo alto de una torre de nubes, observando el estropicio que ha creado y riendo histéricamente por la desesperación que inunda la mente de los gaditanos. Por ejemplo, si coges tres docenas de fideos hervidos, los echas de cualquier manera en una bandeja, y luego esta bandeja la arrojas por la ventana, tendrás una idea bastante aproximada de cómo fueron trazadas las calles. Lo dicho, que mi única opción era tomar un taxi, o cruzar a nado. Y puesto que no llevaba mis bermudas de flores tropicales, opté por la primera opción.

O eso creí. Albert, negro como el carbón y como su propia alma, aun sabiendo lo altamente desesperado que estoy, sabiendo el tiempo que hacía que no bajaba a Andalucía, y sin tener consideración de todo lo que estaba  aguantando su recién adquirido acento "gay" no me invitó a la pasarela. No solo no me invitó, si no cuando le pregunté si sabía algo, me dijo que estaba muy enfermo.

Las horas pasaban y mi libido no hacía mas que aumentar. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que en la televisión del hotel solamente se pudiera ver el Canal Erótico, con sus modelos adolescentes de 40 años y sus mensajes de texto  subiditos de tono a euro con cincuenta y seis centimos cada uno.

Cerré los ojos y al abrirlos, me encontré con que era de día. Había pasado la noche entera escuchando esa música funk setentera que suelen protagonizar las bandas sonoras de las películas porno-eróticas, y yo por dentro, seguía luchando por escampar mi semilla sobre cualquier fémina que pasara por mi vera. Y esto no es un sentimiento o una idea egoísta ni mucho menos. Un día entre siesta y siesta, un documental de la televisión publica me enseñó que los seres vivos tenemos cinco funciones vitales: Nacer, crecer, alimentarnos, reproducirnos y morir. Por lo que se podía decir, que lo que buscaba era cumplir mis funciones vitales, retrasando la última y que las anteriores me costaran poco o nada. Me desbordaba, no podía mas.

Salí a la calle no sin antes pasar por el restaurante del hotel. Era un restaurante como todos los que suelen haber en hoteles. Ni feo ni bonito, ni vivo ni incoloro, ni sabroso ni insípido. No había nada a destacar, salvo las lorzas que portaba el Barman y los deliciosos pechos de una turgente jovencita llamada Jessi. Jessi era hija de Pedro, el barman en cuestión. Era rubia, tenia siempre la boca abierta incluso cuando mascaba un jugoso y afortuinado chicle de fresa. Ese carmín en los labios de caramelo  y esos ojos verdes con fondo azulado no distraían la atención del ligero escote con el cual mostraba a los pobres infelices como yo que Dios es grande y que además le gustan los pechos bien puestos.

Explotada la burbuja de su chicle y despertándome de un largo letargo de inconsciencia de varios segundos en los cuales mi saliva brotaba de la boca como brota un riachuelo fresco en las orillas de Mississippi, Jessi se acercó y con tono templadamente irrespetuoso me miró y me dijo "¿Que va a tomar el señor?"

Ah, el amor. Cuan cruel es cupido cuando te apunta con su flecha y te la dispara ansioso, te la dispara bien acertada entre un testículo y otro. Que diosa había bajado a la tierra para fecundar en su vientre tal muchacha encantada, con labios de rubí y ojos de zafiro. Y pelo rubio como de oro y dientes brillantes como de plata. El tilín del pendiente que llevaba en el ombligo bien seguro estaba que eran las mas dulces sinfonías jamás creadas por el hombre. Que ganas de reproducirme con la Jessi. Que ganas de empotrarla en la barra de su padre y hacerla mía y solamente mía hasta que llegue el momento de volver a Palafurgell.

"Café solo, tostada con aceite y sal, y si tienes, trame el periódico". Le dije, mirándole de reojo mientras sacaba mi pitillera, en tono insinuante. Cuando volvió, me guiñó un ojo, y me dijo que si le podía dar un canutillo, lo que yo supuse que era un cigarro. Asentí, di un golpe a la cajetilla y salió uno disparado entre los dedos magníficos y sensuales de las menudas manos de la Jessi. Dejé una generosa propina, casi sin haberme acabado el café y junto mi billete, le dejé apuntado el número de mi movil y mi nombre, firmado con un provocativo "llámame".

Así que ni corto ni perezoso me di una vuelta por Cádiz para hacer tiempo. Por lo que pude ver el día anterior, Jessi salía de trabajar a las 22 horas. Así que en resumidas cuentas, tenía casi siete horas que perder por las calles de la ciudad. Me fui al centro comercial, donde vi pasar a venerables ancianas a un paso de irse al otro barrio, y veía pasar exuberantes colegialas, con ajustadísimos uniformes que poca justicia hacían a la palabra holgado, que apretaban sus senos casi ilegales dada su minoría de edad, y con las que Céfiro, el Dios del viento del oeste, obsequiaba las vistas del banco de enfrente cuando soplaba y hacía subir las faldas de las muchachas, de cuadros azules y negros y verdes. Verde era mi alma, pues me sentía sucio al mirar esas braguitas blancas impolutas cuando en mi hotel me esperaba mi dulce Jessi. Miré el reloj, y las agujas marcaban las 20 horas. Será hora de poner rumbo ya hacia el hotel - me dije.

Consideré que ir caminando y ver un poco la ciudad compensaba la cantidad de dinero absurda que pedían los taxistas por acercarme al centro, así que caminante no hay camino, se hace camino al andar que decía el poeta, y rumbo al hotel por las callejuelas de Cádiz. En eso que en una esquina me asaltó un vendedor de flores ambulante de origen árabe, o hindú, o del medio oeste, que mas da (nunca se me ha dado bien reconocer los tonos epidérmicos entre las diferentes étnicas) que vendía flores casi marchitas a un precio muy por encima de lo que costaría la vestimenta del hombre (incluyendo la cadena de oro que mostraba en su cuello) Pero claro, ¿como iba yo a presentarme ante la Jessi sin una triste flor? Así que compré todas las rosas a ese pobre zíngaro, que gracias al fondo de la cartera esa noche pudo comer caliente (y las noches que la precedían de igual manera pudo, pues como dije, era un precio desorbitado)

Ya llegando al hotel, subí a mi habitación y me duché. No había ningún mensaje en el contestador ni en mi buzón de voz, por lo que supuse que Jessi aún no había tenido tiempo de telefonear. Me puse jabón en todas las partes de mi cuerpo, primero en mi lustrosa calva, luego en mi cuello, debajo de mis pechos, entre mis pechos y por encima de mis pechos también. Limpié a fondo mi ombligo, para que ningún hedor traicionero pudiera expeler, y limpié a fondo hasta entre los dedos de los pies. Todo era poco para mi Jessi. Ya duchado y con la toalla rodeando con sumo esfuerzo mi pronunciada cadera, me peiné el lado derecho de la cabeza hacia el izquierdo, quedándome una especie de cortinilla que como todo el mundo sabe, es muy digna y disimula muy bien las calvas.
Me afeité, mientras escuchaba en la radio baladas de pop-rock de esas melosas que gustan tanto a las niñas y a las adultas solteras que sueñan con que el actor de moda desee su parrus olvidado, con estribillos torpes y melodías repetitivas, Pero el dial de la radio había pasado por tiempos mejores, y ahora, tras una capa de celo levantado por los costados y lleno de partículas de polvo y patinas de pura roña se reguardaba la emisora 105,191 FM que por azar numérico son el nombre de mi Jessi. "J" es la décima letra del abecedario. "E" es la quinta, mientras que "S" es la número 19, y la "A", como siempre, la 1. Por lo que el conjunto de numeros de esta emisora se podría traducir como JESI. Si, todo eran señales. Jessi será mi presa, como lo fue Lolita para Humbert Humbert, en el mejor libro que se ha escrito jamás. Recorté mi bigote hasta dejar un leve recuerdo de el por encima del labio superior, como lo llevaban los grandes caballeros del cine clásico, y me embadurné en desodorante roll-on y cocteles de feromónas que había adquirido una noche en la teletienda de algún canal local donde se me cobraron más gastos de envío que de producto, santa inocencia.

Bajé cuando quedaban 10 minutos para que mi pequeño querubín, mi nínfula, mi amada Jessi librara de su día agotador de trabajo. Y bajé las escaleras, con el ramo de rosas bajo el brazo (que junté en un papel como transparente de color verde que encontré en mi habitación, para disimular mi compra clandestina) mientras me ajustaba el Windsor con el que había anudado mi corbata. Quizá había algún nudo más elegante, pero tampoco quería llegar tarde, pues esto era una sorpresa para ella y probablemente nada más salir ponga rumbo a su casa para estudiar, o ver una película quizá, pero el caso es que no me esperaba en absoluto. Tampoco creo que a mi Jessi le importe mucho que tipo de nudo lleve o deje de llevar. Elejí una corbata amarilla, con detalles en azul y rojo, que destacaba sobre mi camisa blanca resguardada por mi americana de pana marrón. Todo un galán, para conquistar a mi dulce Dulcinea.

¡Cuan macabro es Belial cuando sube del infierno para castigarnos a los mortales! Y esque cuando giré la esquina que separaba el hotel del restaurante, un chico con el pelo rapado y en punta, con camiseta de tirantes y con aros de oro en las orejas que parecían hula-hops escudriñaba a mi niña desde la puerta del negocio. Con casco de moto en una mano y bolsa de plástico en la otra, en la cual, pude adivinar por el contorno, portaba botellas de cristal. El zagal guiñó el ojo, y apareció mi Jessi, que sin tirar el chicle, hurgó la campanilla del chaval con la lengua mientras se ponía de puntillas sobre sus generosos tacones rojos como la sangre de una virgen. Me quedé perplejo. No podía creerlo... Avancé unos pasos cuando la silueta de mi ángel quedaba diluida en la negra noche y ya solo el recuerdo de la luz roja trasera de la moto de ese delincuente en potencia aparecía por la larga calle. Luz cegadora, luz maldita, luz burlona. Entre en el restaurante, y tras pasar la primera mesa de la terraza, arrojé mis flores endiabladamente costosas contra la papelera más cercana. Y ahí pude ver un papel que me resultaba familiar, arrugado, como hecho bola. Era la nota donde le dejé el número de mi teléfono. Nota que utilizó para envolver el chicle de menta y dejarlo olvidado, junto a mi teléfono y mi corazón. "La propina si que se la ha quedado" pensé para mí.

Ahogué un sollozo con wiskhey de 15 años y si los borrachos caminan haciendo "S" con sus pasos, yo hice en abecedario entero cuando llegué a la habitación de mi hotel. Apagué la radio que estaba encendida, y vi que no era la 105,191 FM, si no que era la 105,9, pero el cartón impreso con los números de la emisora habían hecho un pliegue muy acertado que había dado lugar a mi confusión. Así que quedaba JEI, las siglas de "Juan eres imbécil", y que acertado era el mensaje. Y lo peor de todo, es que me quedaba un solo día en Cádiz.

Desistí en mi búsqueda. Lo mejor será esperar a volver a casa, ahí Loli, la del 4º-A suele hacerlo a cambio de una compensación económica. Que mas daba, pensé. Si al final, me he gastado mas en flores y en taxis que lo que me costaría ir al grano con Loli.
Y decidido el plan, y sin más preámbulos, fui al aeropuerto, vendí el billete, compré otro para esa misma noche, y me fuí de vuelta a Girona, donde Loli cumplió mis expectativas muy gratamente, a cambio de que yo cumpliera las suyas. Y vaya si las cumplí! Con lo que me ahorré de día extra de hotel, di a Loli la más alta propina que jamás nadie le haya pagado. Y entré en un largo sueño, largo y profundo sueño, donde todos los problemas parecían haber desaparecido...

...Y cuando a las tres de la madrugada me desperté con más sed que el camello de Baltasar y puse rumbo a la cocina para aplacar mis ansias de elemento líquido, al encender la luz y ver el calendario, se me cayó la botella de agua al suelo al presenciar el día 14 de agosto rodeado con bolígrafo Rojo. Y entonces hice memoria. Ayer se casaba Encarna, mi hija menor en Cádiz. Y yo, en vez de estar pescando mujerzuelas tenía que haberle llevado al altar.























miércoles, 4 de noviembre de 2015

Pipermint

Siempre recordaré ese día. Decir siempre en mi estado, quizá no es algo digo de admirar, o algo muy destacable, pero es la pura verdad. Me desperté a las seis y media de la mañana, encendí el fogón pequeño y puse la cafetera, cafetera que ya había preparado desde ayer. Era una mañana fantástica, de esas en las que agradeces al cielo y a la virgen de estar vivo. Vallvidrera era un sitio bonito para vivir, tranquilo y con muchas zonas verdes. Esa mañana de Mayo nos despertamos con un cielo perfecto, todo Collserola estaba despejado. Ni una nube de esas rojas y anaranjadas que suele haber por las mañanas en la costa catalana, ni el rumor de una luna que tarda en irse a dormir. El cielo de color pipermint nos dejaba ver a los patos y a las urracas y a las otras aves que venían a veranear en estos lares formando esas enormes V en el cielo, perfectas y simétricas, que más de una vez todos nos hemos preguntado como se las ingeniaran para hacer tamaña hazaña mientras holgazaneábamos tirados a la orilla del Llobregat mientras veíamos pasar el tiempo.

Tiempo...

Quien lo tuviera.

Flish-flash y el café que sale por la cafetera. Siempre me distraía por las mañanas, y la base de la cafetera pasó de ser color plata brillante a ser de un marrón con tintes negros, vientos de muerte y de tormenta.  El café mezcla se había acabado hacía un par de días, y estaba tomando uno natural, que aunque me daba bastante angustia, con un buen par de pastillas de sacarina entraba casi bien. Taza en mano, sol de verano y una torrada del pan de ayer que dejé olvidado, más por pereza que por descuido, en la mesa junto unos cortes de jamón de la cena. 

Fui al sofá y aparté a Currito, un gato persa que me demandaba solamente cuando le convenía, y que había dejado mi camisa blanca como una obra modernista hecha de pelos imposibles. Refunfuñé y me dirigí hacia el armario de la habitación de invitados. Realmente, desde que Paula me había dejado, la casa estaba muy sola, triste y olvidada.
 Todo era muy duro, o más duro de lo que podría ser si ella estuviera aquí apoyándome. Maldije al gato, pues aunque no domino el noble arte de la plancha, ayer me esforcé y el cuello de la camisa había quedado como nuevo.

Me conformé con una azul cielo, que guardaba ya inadvertida al final de esa barra de acero que tienen los armarios y que cuelgan perchas de colores alegres y de colores tristes, de madera y de plástico, y de pantalones y de camisas. Nunca había comprado perchas – al menos no lo recordaba- así que no podía dejar de pensar de donde diablos habían salido tantas. Paula tampoco es que se dejara la nómina en perchas. Realmente, ¿alguien alguna vez ha comprado una percha? Y así, sin demora, me encontré poniéndome la camiseta de tirantes blancas, preludio a un abrochado azul por falta de abrochado blanco y frush-frush y la brocha de afeitar llena de espuma. No soy muy asiduo a la limpieza, y mi higiene deja mucho que desear. Eso es lo que me deja ver la sociedad, pues un hombre ha de oler a hombre a mi parecer, igual que un perro huele a perro y un caballo huele a caballo. Si encolonias y perfumas a un hombre, automáticamente pierde su razón de tal. No hay que ir hediondo y expeliendo olor, pero tampoco hay que oler a flores silvestres con toque de almizcle. Un hombre ha de oler a eso:  a  Hombre. Pero esa mañana, mis compromisos sociales me exigían una pulcra presencia. Dicho y hecho: Probé la corbata negra a rayas, la negra a rombos y la negra con puntitos. No me satisfacía ninguna, así que decidí ir sin. Americana negra, pantalones con la raya perfectamente planchada y camisa azul. Formal pero informal a la vez. Apagué la radio y me dispuse a bajar a la calle.

El cielo había dejado de ser de color pipermint, y ya no había una sola ave en todo su magno esplendor. Unas nubes se acercaban al ritmo y son de la tramontana,  nubes negras como cuervos mensajeros de la parca.

Los jóvenes en bicicleta, reían y cantaban canciones ya olvidadas, de un tiempo donde yo no tenia que preocuparme por mi salud, ni por mi economía, ni por los amores o desamores. Tiempos pasados, tiempos mejores.

Tiempo...

Quien lo tuviera.

Bajé del autobús a eso de las ocho y media, ya que la clínica del doctor Artensio se encontraba en Mataró, lo que estaba bastante lejos de Vallvidriera. Fui a la clínica del doctor Artensio en particular porque lo vi anunciado y recomendado en una prestigiosa revista de medicina olvidada en la consulta dentista del doctor Minet. Minet siempre alardeaba de ese ejemplar, ya que le dedican un par de lineas en un artículo de media página sobre salud bucodental.

En la sala de espera blanca e inmaculada, veía como futuras viudas iban en dirección a la capilla. Capilla a la que en alguna ocasión hasta yo mismo fui en busca de consuelo de nuestro señor, fuerza y protección de Cristo. Poco encontré. Poco, pero no nada, ya que fue ahí donde me enteré de que Paula me había estado engañando con el Doctor Minet. Pues mira, un problema menos. “Sticks and Stones” que dicen en América.
 La recepcionista me llamó “Señor Txordi Colominas, pase a la sala 1, el Doctor Artensio le está esperando”. La recepcionista se llamaba Carmen, era una chica cubana que lucía unos vestidos muy ceñidos bajo una minúscula bata blanca, como diciendo “soy profesional pero también soy mujer”, y esto segundo, más que decirlo lo gritaba a los cuatro vientos.
No se que le pasa a la gente de fuera de Catalunya con los nombres. No pueden pronunciarlos bien. Jordi es Jordi, no Txordi, ni Chordi ni Gordi. Es como si cuando vayan a un bar, en vez de “morcilla” piden una “morcija” o “morcicha” o “morcitxa”. Supongo que tienen problemas en el habla selectivos.

El doctor Artensio estaba sentado en su silla de cuero. Sacó una carpeta marrón clarito, de esas recicladas mientras yo acomodaba mis gluteos en una silla de plástico negra, estática y aburrida. Abrió la carpeta y me dio la noticia;

-Padece usted un caso grave de cáncer de mama. -me comentó sin apenas apartar la vista de la carpeta-  Ha derivado en metástasis y ya ha afectado a los dos pulmones, al hígado y al bazo.

-Pero se puede curar, ¿verdad? Podríamos extirpar la mama, como comprenderá no me es útil.

-Podríamos extirpar la mama, si – se burló- Pero como comprenderá usted, señor Colominas, sin pulmones, hígado y bazo si que no puede vivir. Le quedan dos meses de vida.



Horas mas tarde, desperté en un charco de vómitos y orín. La boca me sabía a porquería, ese sabor tan característico que te deja el buen whisky escocés al día siguiente, cuando te has bebido a el, a su hermano el irlandés y  a  su primo el bretón, aunque todos estén destilados en Jerez de la Frontera. No recuerdo nada de lo que hice, y esa era una buena señal. No podía seguir con esta noticia. No quería seguir y mi plan de emborracharme cada noche hasta cumplir los dos meses no me satisfacía en absoluto.

Fui al geriátrico de Sant Jordi, que se encuentra en El Prat. Ahí mi madre pasó sus últimos días de vida, y desde aquella mañana fatídica de hace ahora cuatro o tal vez cinco años que no voy a ver a mi padre, que continúa ahí. Hacía mucho tiempo que no iba a visitarle...

tiempo...

Quien lo tuviera...

Bajé del tren (en El Prat aún no había llegado el Metro en aquel entonces) y me dispuse a caminar hacia el geriátrico.

Mi padre se llama Emili. Ha de ser muy duro enterrar a tu propio hijo, aunque luego poco recuerdes. Los días eran muy dispares para el. A veces tenía días maravillosos, y otras veces eran días horribles. El caso de mi padre es un caso excepcional. Padece cáncer de próstata, Hepatitis C, gonorrea y sífilis desde que hizo la mili, y además padece de ataques de asma. Tiene tantas cosas que la misma dolencia anula a la otra, por lo que los médicos creen que si le trataran para alguna de ellas, no sobreviviría. Es lo que llaman un caso de “obstrucción simultánea”, todas quieren atacar a la vez y se eliminan entre si. Pero lo más duro es el Alzheimer. Hay días en los que te podría recitar claramente cualquier manuscrito de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky , y hay otros en los que usaría tenedor para comer la sopa esa insipida como de apio y azufre que sirven en las clinicas.

Subía  la planta número seis chino-chano por las escaleras, porque el ejercicio es bueno para el corazón y no me apetecía compartir el ascensor con las marujas que venían a ver si su tía-abuela iba a tardar mucho en estirar la pata y dejarles en herencia los ahorros de toda una vida de trabajos en la fabrica.

Abrí la puerta de la habitación número 23, donde con las persianas bajadas y la luz de la mesita muy tenue, pude vislumbrar la figura de mi padre mirando fijamente el espejo de su cómoda. Vestía un largo camisón rosa de seda, dos collares de perlas, pendientes igualmente de perlas y se había echado colorete y pintado los labios como una prostituta vietnamita. Al parecer, este travestismo tardío le aliviaba a su manera el hecho de perder a su mujer, y con las iniciales de Enriqueta Palomer bordadas en la bata a tonos violáceos, Emili se encontraba mejor con sigo mismo, y con una situación casi desesperante.

-Buenas tardes, padre.

-Y madre! - Interrumpió- Ya nunca saludas a tu madre, Jordi! 0

Bueno... Al menos sabía quien era yo. Eso facilitaba mucho las cosas. Hoy parecía que iba a ser un día bueno.

-Verás padre... Y madre. Hace unos meses que estoy asistiendo a la clínica del Doctor Artensio, donde llevábamos a Madre antes de...

-Jordi, mañana por la mañana voy a  suicidarme -interrumpió, interrumpieron- Hace mucho tiempo que no se que día será ayer, y que no se si el mañana algún día podré recordarlo. El tiempo ha dejado de tener valor para mi, y los días en los que estoy lucida son días de tristeza. Soy un viejo de 87 años al que le falta una pierna, tengo varias enfermedades y tengo que estar conectado a una maquina de oxigeno para poder sobrevivir... Sabes, hijo... No es una decisión que haya tomado a la ligera.

-Ya veo. Lo has meditado bien?

-Si, claro. No ha sido sencillo, no está en la naturaleza del ser humano decidir en acabar su vida. Pero ya estoy cansado de luchar. Estoy cansado de recordar a tu madre, de recordar tu infancia y de olvidar lo ocurrido en la mili y todo eso. Quien sabe si en una hora podré estar cuerdo de nuevo... Nadie me lo puede asegurar. Lo que si que he estado haciendo, durante el tiempo que he estado despierto y consciente en esta realidad, es una pequeña tesis a la vida. Y creo que Dios es justo, y que si me ha hecho sufrir tanto en vida, es porque he de ganarme mi sitio en el cielo, ya sabes lo que decía tu madre. No temo a  la muerte, temo a la vida. La muerte es un descanso eterno, y yo ta necesito descansar. ¿Sabes, hijo? Martinez me comentó que hay unas pastillitas rosas que te las tomas y te quedas dormido, y no te despiertas nunca mas. Así me gustaría morir a mi, dormido.  No enterarme de nada. Aunque con suerte, aunque esté despierto, por esta maldita enfermedad que me consume tampoco me enteraré de mucho. No hay mal que por bien no venga, y Cristo nuestro señor nunca castiga dos veces. 

-Bueno padre. La decisión es tuya, solamente llamame cuando vayas a hacerlo. Me ha alegrado verte. Me pasaré el jueves.

-Está ben, Jordi. Y no te olvides de llamar. Se que tienes mucho trabajo, y no quiero ser un estorbo, pero me gustaría que algún día de estos me llamaras aunque sea para preguntarme como estoy. Cuidate hijo.

Le di dos besos y salí del geriátrico. Sería la doceava vez que tenía la misma conversación con mi padre. En media hora la olvidaría, y todo volvería a empezar de nuevo. Ese tal Martinez, el de las pastillitas rosas, murió antes que mi madre. Él vivía tranquilo, sin molestias ni dolor que recordar. No mereció la pena contarle lo que me pasaba, porque probablemente mañana ya se hubiera olvidado mientras se pintaba los labios y esperaba a que su querida Enriqueta atravesara la puerta del baño.

Ni corto ni perezoso, hice lo que todo el mundo con poco mas de un mes de vida haría: Una lista de tareas. Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. La primera me parecía inútil, para la segunda no tenía ganas y para la tercera no tenía tiempo. Me propuse ir a las ramblas a contratar los servicios de una señorita de compañía, una scort que les llaman los intelectuales jóvenes de hoy en día y tachar de mi lista “practicar el coito con una señora de otro país”.  Taché algunas líneas más de la lista, en una semana había ido a visitar “les coves del diable” de Montserrat, había viajado a París e incluso había montado en globo aerostático. Cosas banales, pero que tenía que hacer. Y así me fui a dormir un domingo a las nueve de la noche. Todo estaba oscuro, como la boca del lobo, y a mi me quedaba poco más de un mes de cuerda, cuerda como la que había dado a mi despertador de muelle, para que a las 7 en punto, me pusiera en pie como un coronel del ejercito. Tenía muchas cosas por hacer, y no tenía demasiado tiempo. Mañana tenía que ir a dar de comer a los patos de la ciutadella y después ir a comer a un restaurante chino, y comprobar por mi mismo, si esa comida tan exótica realmente vale tanto la pena como dicen los grandes poetas por la televisión.

Mi cara esbozó una mueca de ira y desesperación, cuando a las cinco de la mañana me despertó una terrible tos, tos acompañada de esputos de sangre y trozos de pulmón. Llamé inmediatamente a una ambulancia, que me llevó al Hospital de Bellvitge.
 En un par de horas en la sala de cuidados intensivos, los médicos determinaron que tenía que quedarme ingresado lo que me quedaba de vida. Ni la ciencia, ni mi dinero, ni mi fuerza de voluntad ni siquiera Dios podía ayudarme. Si que es cierto que viviría dos meses, lo que no se le ocurrió comentar a ese inútil de Artensio es que uno de los meses me lo pasaría postrado en una cama sufriendo los peores dolores de pecho que jamás había experimentado.

Y pude ver por fin mi vida pasar ante mi. Recordé mis días de monaguillo en la parroquia de Piera, donde me crié, recordé los cielos color Pipermint que se veían desde la ventana de mi salón que teñían a Collserola de un azul verdoso casi mágico. Recordé a Martinez y esas pastillas rosas que tanto me ayudarían en ese momento, y que tanto anhelaba mi padre. Recordé a Paula, y al maldito dentista. Recordé una película de  Lina Morgan que echaron un día en la uno. Recordé la sopa de avecrem que preparaba mi títa Julia, que era esa tía solterona que murió sola y virgen, vestida de negro, y con un bigote que sería la envidia de Pancho Villa. Recordé todas las oraciones que recé a nuestro señor Jesucristo, a la virgen María y a Dios y al espíritu santo.
 Y vislumbré mi propio funeral. Un funeral donde sólo asistiría mi primo Benjamín y su mujer. Mi vecina Paquita y al cual mi padre no podría asistir, porque estaría esperando que mi madre saliera del baño para ir a pasear por el paseo de  Gràcia. Vi como me metían en un ataúd de pino, muy sencillo y con una gran cruz en la tapadera, guardián inmóvil de mi cuerpo ya inerte, y vi también como el párroco Juan, que oficializaba la ceremonia, leía los pasajes de Lucas 3:12 y Mateo 1:05 de la Biblia, que eran mis preferidos. Y vi como desde arriba, la foto de mi madre escudriñaba mi pijama de madera eterno, mientras recordaba eso que me contó hace tanto tiempo...
Me contó que las estrellas son las almas de todas las personas que habían sido fieles a Cristo, y que se habían ganado la vida eterna a pesar de que han muerto, y que cuidan a los suyos desde los cielos y les guardan de lo malvado.

 ¿Como si en el firmamento hubiera sitio para tantos, no?

Y,  ¿que pasaba con todas las personas justas que habían nacido antes de Cristo? ¿Ellas no tenían derecho de estar ahí? ¿Y si nos guardaban de lo malvado y perverso, porqué habían guerras? ¿Porqué Paula me dejó? ¿Porqué Madre se fue antes que Padre, si ella estaba cuerda y el no es consciente de nada?

Y entonces comprendí que lo único que sube al cielo cuando mueres, son las flatulencias que sueltan las lombrices cuando devoran tus despojos dentro del ataúd. Y que esto seguirá siendo así.

 Una lagrima corrió por mi mejilla cuando pensé en todo el tiempo perdido caminando a la parroquia para ver misa, tanto tiempo perdido rezando, tanto tiempo perdido confesándome y haciendo el bien. Tanto tiempo sin disfrutar...

Tiempo...

Quien lo tuviera.


Y el cielo pipermint se tiñó de un negro mortífero. Negro que nunca se fue. Nunca se fue para mi.

martes, 6 de octubre de 2015

El espejo quebrado

(1º premio de prosa, concurso floral del Baldiri Guilera 2010)


Este cuento es bastante especial para mi. Lo escribí cuando tenía 16 años, recién empezaba Bachillerato en el instituto Baldiri Guilera. Por ese tiempo, no era muy de ir a clase, y me pasaba los días en casa de mi amigo Joan, saqueando su nevera y profanándo los sofares para echar las mas largas siestas de la historia. Presenté este cuento porque, había un compañero de instituto que durante toda la ESO ganó el primer puesto de prosa castellana y este año presentaba su obra más "personal y ambiciosa". Así que me puse manos a la obra. En esa época se empezó a poner de moda Paulo Coelho, y viejos perros de la literatura mal llamada " de auto-ayuda" (porque si fuese auto ayuda tendrías que escribir tu el libro) así que me decanté por un cuento que reflejara la moda de ese tiempo, y así, escribí un relato de suspense/autoayuda en el limitado espacio de "tres caras en arial 12 a doble espacio". Hoy os presento este pequeño cuento, que trata de la desesperación, del miedo a lo desconocido y a la soledad, y os adjunto el diploma que arrebaté a Daniel Bautista como primer premio de literatura (ganando un vale de 100€ en Fnac) Lo copio tal y como lo escribí entonces, sin modificar, con las decenas de faltas de ortografía que aun hoy sigo cometiendo.



EL ESPEJO QUEBRADO



Eran las 5 de la mañana de un invierno cruel. El frío azotó fuertemente al pueblo de Babia, de donde yo era procedente. Era temprano, no se porqué me desperté. Mi mujer ya no estaba en la cama. Supuse que, seguramente, había salido al mercado a comprar, o quizá estaba en el baño. Pasaron los minutos, y me encontré solo. Cerré los ojos...

Horas mas tarde me desperté, el reloj marcaba las diez. Fui a través del pasillo de mi humilde morada, la cual compré nada más casarme con Quintina. Los años la habían tratado bien. Era hermosa, aunque las arrugas en su rostro, reflejaban los años de duro trabajo para mantener a la familia. No nos habíamos planteado nunca tener hijos, y nuestro fiel Gordivk, un pastor alemán ciego de un ojo, completaba nuestra vida.
Cuando llegué al comedor, encendí la radio. Supuse que la antena se había estropeado, pues no sonaba nada. Ni interferencias, ni ese sonido como de niebla tan peculiar que tienen las radios de los años 50. Pero eso no era lo más raro en la sala: La mesa estaba vacía. Todos los días, durante los más de 20 años que llevo casado con Quintina, ella me dejaba dos tostadas, una taza de café, una pieza de fruta y el periódico encima. Hoy estaba vacía.

Mi cabreo fue magno. Agarré mi cazadora, abrí la puerta y salí a la calle. No sabía porqué diablos Quintina había descuidado sus obligaciones, pero no tenía escusa. Puse rumbo a la taberna de mi hermano Iván, la cual tenía el mejor whisky de toda Babia. Estaba cerrada. “Será lunes” -Pensé-.

Maldiciendo toda existencia, caminé por el sendero que había al lado de la taberna, un magnífico sendero arbolado, que culminaba en un riachuelo, en una colina, donde mi amor por Quintina despertó en una calurosa tarde de Mayo. Me sumergí en mis pensamientos, ajeno de todo lo que pasaba a mi alrededor. A pesar de no ser un camino muy transitado, me extrañó que no pasara nadie. Cuando ya llevaba más de media hora de camino, vi el brillo de un objeto en la lejanía.
“¿Que será? -Me dije a mi mismo- Puede que sea alguna pieza de oro, o un collar de piedras preciosas, o puede que un cofre con monedas...” A más pensamientos me venían a la cabeza, más rápido corrían mis piernas. Cuando llegué al sitio, mi cara puso una mueca de desilusión.
Sólo era un espejo. Un triste y estúpido espejo, que además parecía estar roto. Lo tomé en mi mano, y noté algo raro. El espejo no me reflejaba.
Se podían ver los pinos que habían detrás mío, el cielo azul con sus nubes, e incluso podía ver los pájaros volando hacia el sur. Sin embargo, YO no me podía ver. Una sensación amarga me recorrió el cuerpo, como de desesperación, de miedo, de melancolía. Solté el espejo y empecé a correr. Corrí mucho. Cuando paré a coger aire, me di cuenta que tenía el espejo en la mano. Lo agarré con firmeza y lo lancé tan fuertemente como mi brazo me permitió, y corrí hacia mi casa.

Entré por la puerta, casi sin aliento, y la cerré con sonoro estruendo. Cerré también todas las ventanas y apagué las luces. Me intentaba convencer a mi mismo de que todo esto no era real. Que solamente era una pesadilla. Me metí en mi cama aunque me golpeé fuertemente el dedo meñique del pie izquierdo con el ropero, y sentí ese dolor que en el infierno tienen reservado para los más perversos de los hombres.
Cuando por fin pude conciliar el sueño, me desveló el sonido de la puerta.
Tenía miedo a abrir, así que me di media vuelta e hice como si no hubieran llamado. El “ding-dong” del timbre, cada vez era mas persistente, así que decidí salir de la cama.
Navaja en mano, agarré el pomo de esta, y a mi sorpresa no se encontraba nadie al otro lado. Nadie. Ni un ápice de viento, ni un triste pájaro que se haya quedado atrás... Ni mi fiel Gordivk... Nadie.
Entonces, cometí el error de mirar hacia abajo. Si, ahí estaba. Ese estúpido espejo roto, que había volado Babia a través, estaba en la entrada de mi casa. De repente vi como en el se reflejaba la puerta de mi casa, el cielo azul con sus nubes, los pájaros volando hacia el sur. Todo menos mi silueta. Todo menos mi rostro. Todo... Todo menos mi ser.

Desesperado, melancólico y con miedo, agarré la correa de cuero con la que solía pasear a Gordivk,
La até en una de las vigas de madera de mi casa por un extremo, y me la anudé al cuello con el otro. Subido en un taburete de esos de tres patas, con un rápido movimiento, mi cuerpo suspenso en el aire, fue recordando los momentos mas bonitos de mi vida, los más importantes, hermosos y felices... Y por supuesto... Mi último recuerdo... Fue aquel maldito espejo.

Horas mas tarde me desperté. El reloj marcaba las diez. Fui a través del pasillo de mi humilde morada, la cual compré nada más casarme con Quintina. El olor del café recién hecho, era lo mejor que había olido nunca. Mi sobrino Stephan, me había traído una botella de Whisky como cada mañana, de la taberna de mi hermano Iván. El desayuno estaba preparado, todo volvía a la normalidad. En la radio, se podía escuchar la gaceta informativa, sobre las últimas noticias de Babia. Casi ya me había olvidado de la pesadilla de la noche, cuando llamaron a mi puerta. Fui hacia ahí, a través de la ventana podía ver a los niños jugar, a las aves volar y a los arboles bailar con el viento. Cuando abrí la puerta, no había nadie. Nadie a la derecha, nadie a la izquierda. Nadie. Ni un ápice de viento, ni un triste pájaro que se haya quedado atrás... Ni mi fiel Gordivk... Nadie.
Entonces un resplandor me deslumbró desde abajo. Torné la vista... Y si... Ahí estaba...

Epilogo:


Después de reflexionar, me he dado cuenta que siempre me han hecho las cosas. Era mi madre quien cocinaba para mi, era mi mujer la que después hizo lo propio.
Era mi hermano quien me daba de beber, era mi sobrino quien me traía la bebida.
Paseando por el sendero me di cuenta que no puedo hacer nada SOLO. Paseando por el sendero me di cuenta, que siempre tengo que estar ACOMPAÑADO, aunque nunca lo esté realmente. Todo sigue su curso, es natural. Las flores florecen, el río lleva agua, y los niños se ríen. Pero yo no podía hacer nada por ellos. YO no existía para ellos. Estaba demasiado ocupado preocupándome por que los DEMÁS hicieran mis cosas. Entonces me di cuenta de una cosa:
No es el espejo lo que me da miedo. De hecho, no es ni ese sentimiento melancólico y amargo lo que me da el miedo. El miedo me lo da algo que siempre ha estado conmigo: el miedo me lo da la SOLEDAD. Pues esa soledad era lo que siempre estaba a mi lado. No me dejaba ver a los demás... o mejor dicho, no dejaba que los demás me vieran...y si yo no la quería ella me perseguía, idéntico, exactamente igual como pasaba con ese estúpido espejo.

FIN.




Y para acabar, os dejo con el diploma que me otorgaron:


Salut, nos vemos en un bar!

martes, 29 de septiembre de 2015

La línea de bus 65


Acababa de llenarme el buche de agua fría, agua que automáticamente después, como por arte de magia, hechicería, fe cristiana u otras pamemas de la misma índole, la sudé de forma íntegra y total, la sudé como suda un adolescente de bigote dramáticamente parecido al rumor del colacao mañanero en la comisura de los labios al rozar la mano de Stacy, la rubia californiana de su clase de ciencias. Sudé como suda un albañil en un andamio, como suda el magnatario y magnate campeón de concursos de comedores de Hot-dogs en una sauna; como un andaluz al decirle que hoy no hay siesta. Sudé el litro y medio que traía la botella de Bezoya (agua con sabor a hierro y simpática rima popular) que había ingerido previamente. El verano en Barcelona es genial... Si no vives aquí. En caso de que seas un alemán con unas cantidades de alcohol en sangre que harían ruborizarse a la mismísima Massiel (mujer con un solo éxito musical en las listas, y la letra era la la la,cosa que no dice nada a su favor) Barcelona es la ostia. Pero en caso de ser un residente de Barcelona (y más de extrarradio como vuestro querido narrador) y más aún siendo un residente currante de Barcelona, el verano puede llegar a ser una tortura.  Lo dicho: Acababa de llenarme el buche de agua, y me dirija al trabajo en la linea 65 de bus, línea que tarda 50 minutos en llegar a Plaza España desde El Prat, y eso en los días buenos. Por suerte me subo en las primeras paradas, por lo que encontrar sitio para acomodar mis mágicas alforjas es tarea más bien sencilla. Doy al play de mi lista de reproducción y paso así los minutos entre pitos y flautas (y guitarras, acordeones, sitares y un sinfín de instrumentos) Hasta ahí todo normal en una tarde de agosto: El calor, los atascos en plena gran vía, los conductores vecinos hurgando en sus narices, los limpiadores de parabrisas mendigando en los semáforos, hombres en maillotsllamados erróneamente ciclistas (debería de serbiciclistas) saltándose las normas de circulación y compitiendo con hombres de edad comprendida entre los 30 y los 50 años en mallas llamados erróneamenterunners (tendrían que llamarles walkers, y en algunos casos descansandinguers) y así, poco a poco, paso a paso, concentrándome en el último acorde de alguna canción de Led Zeppelin se plantó el bus absolutamente solo en un paso de peatones de tan emblemática autovía. Un paso de peatones infestado de turistas, de todas las nacionalidades habidas y por haber, y los había también en todas las tonalidades y grados de combustión epidérmica posibles: Los había blanco nuclear (o blanco España para los artistas), los había amarillos, marrones (que no negros) negros (que no marrones), color camarón, gamba, langostino y rojo atómico. Unos seguían a un señor con un cartel amarillo gigante que iba explicándoles la historia super interesante de Bellvitge y de Hospitalet del Llobregat, zona donde ocurrió este suceso (notese mi ironía) y otros se dejaban llevar por las olas de masa guiri, entendiendo como "olas de masa" la generosa cantidad de sudor que emanaban la mayoría de las frentes semicalvas de los padres de familia americanos, con sus camiseta de Hard Rock Café y su pose entre chulo y cuñadesca. Llevaba ya media hora distraído con el antiguo e inmortal pasatiempo de la gente que en la infancia se la llevan a veranear "al pueblo", que trata de ver pasar a la gente y verlas venir. A quien? Pues a la gente. El conductor de la nave, hábil capitán de carrusel, que como Jasón, tenía la misión de hacer llegar a sus argonautas a la tierra prometida deparada de autobús, o conducirlos hasta el preciadoBellocino de oro, soltó el freno de mano (que este si que es freno de mano propiamente, pues se encuentra al lado del volante. En los automóviles tendría más sentido llamarle freno de pelvis, pues está al lado de la susodicha) y empezó la ardua tarea de atravesar tal barricada de gente que expelía un desconcertante olor fruto de la mezcla anti-natura de crema solar protección 999 y fritanga de chiringuito, y lejos de ceder el paso, se multiplicaban como lo haría un Gremlin en la Isla Fantasía. Cuando se cumplieron las dos horas de reloj atorados en ese paso de peatones, paró el motor del autobús (un acto de responsabilidad ecológica que llevaba escatimando desde hace horas) y abrimos esas pequeñas y horizontales aberturas que tienen los autobuses y que llaman erróneamente "ventanas", con el fin de purgar el hedor avinagrado y penetrante que expelían nuestras axilas, michelines e ingles al exponernos al calor de un agosto a pleno sol. Minutos después nos dimos cuenta que era un acto inútil, pues si corría algún tipo de brisa, huía despavorida de nuestra vera al ver tamaña masa guiri correteando paso de cebra por aquí, paso de cebra por allá. 
Cuando se cumplieron las 2 horas, 3 minutos y 25 segundos, volvimos a cerrar las ventanas, volvió el conductor a enchufar el motor del coche apenas sin agredirle previamente y puso el aire acondicionado en modo frío polar rozando el modo corazón de Mariano Rajoy, justo antes del 9º circulo del infierno de Dante. Y dantesca es la historia, pues poco nos importaba ya el futuro de la humanidad, las responsabilidades con el medio ambiente o los comerciales de Green Peace que nos miraban con pavor desde la acera, refugiados en la entrada de una de esas empresas super malvadas y anti-ecologista pero que cuentan con un refrescante sistema de climatización. A las cuatro horas y dieciséis minutos, la temperatura del autobús, en parte por la muerte de un par de señores mayores y un niño (no hay de que preocuparse: era negro, o chino, o algo así) y en parte al consumo de tres cuartas partes del depósito de combustible, se había estabilizado en unos increíbles 23º; la exterior, por el olor a neumático fundido con asfalto y por los cadáveres de los dos viejos y el niño (decidimos en consenso que el hecho de retenerlo ahí recién fallecidos, era una falta de respeto hacia la mujer embarazada de la 3ª fila izquierda) tostándose al sol, seguía subiendo de forma inversamente proporcional a la economía china estos últimos días,  lo que en ningún momento supuso inconveniente alguno para esta especie de conga interracial que se había formado a escasos metros de nosotros, y que ya nos saludaban y enviaban cartas, pues habíamos pasado tanto tiempo ahí, que no solamente había llegado 3 días tarde al trabajo en el mejor de los casos, si no que además, nos dio tiempo de ver a la misma gente que llegaba y se iba de Barcelona, vimos su llegada y vimos su partida. Entablé una bonita amistad con unas lesbianas de Austria, lejos de la fantasía sexual de todo cuñado que se aprecie, estas tenían un bigote que podría competir con el de Pancho Villa, además acabados en un tirulímuy mono (una coquetería de ellas) y una de ellas portaba tamaña nuez en la garganta que por momentos, pensé que iba a explotar y acabar con mi sufrimiento alguna vez. Ellas me enseñaron algunas palabras en alemán, el idioma oficial en la tierra de Mozart,  como por ejemplo "Man muss ein Idiot zu einem Fußgängerüberweg in der Mitte August in Barcelona zu gehen", que venía a decir algo así comoque somos muy idiotas por intentar pasar por un paso de peatones en el agosto barcelonés. No les faltaba razón.
 Pero el hombre viene del mono, y no había duda que el conductor se había bebido dos o tres botellas de anís de ese mismo animal, por lo que no quitaba la vista de la carretera, buscando un hueco como busca el halcón a su presa, acechando entre las tinieblas y la capa de humedad en el cristal del coche.  Horas más tarde, nos dimos cuenta que si el conductor no parpadeaba, era por la sencilla razón de que su corazón había dejado de latir. Supongo que el órgano del amor de el hombrecillo tatuado se hartó de ver aquella serpiente multiétnica y se quiso coger unas vacaciones... sin consultarlo primero.
 Lo arrojamos por la ventana con sumo desprecio al percatarnos que efectivamente, no nos había dejado nada en la botella de anís, y el caudal humano, lejos de flaquear, había logrado formar espontáneamente una doble barricada de dos filas, una abajo por donde pasaban las mas gordas mujeres que el mundo había visto, y los hombres hinchados de esteroides durante todo el año, y otra que pasaba inmediatamente por encima de ellos, una cola que llevaba por residentes viejecitas, niños y seres delicados, como conejitos otrilirís (El término trilirí define al ser homosexual que luce un bello plumaje parecido al del pavo real, y que además, se pavonea y pavea como tal) . Ocho o nueve horas mas tarde, apagamos la radio, hartos de cantar las mismas canciones de moda que pasan en la radio-formula española los becarios mal pagados de las grandes emisoras de radio, que durante el periodo estival cogen las riendas de los programas y los miman y los cuidan, para que un par de meses después los echen a la puta calle sin más compensación que un par de cientos de euros en su cuenta corriente y una magnifica huella en el trasero, fruto del puntapié que le dieron al salir por la puerta.
 Dicho y hecho, apagamos la radio y  nos dimos cuenta que el hormiguero humano que se había formado frente  a nosotros no tenía otro objetivo más que el de impedirnos el paso y el de no estar parados en absoluto. A medianoche del 5º día, sin gasolina, ni aire, ni esperanza en nuestros virginales ojos adolescentes muertos de sueños y sed, teníamos tal deshidratación que el orín salía de nuestros sexos en forma de pasta de dientes, de esa de fresa que tiene como trozos de purpurina.
 Entonces, uno de los buitres que habían acampado junto al autobús y que esperaba pacientemente que la familia de rumanos que estaba desvalijando los cadáveres arrojados del autobús acabara de hacer su trabajo, alzó el vuelo y el crepúsculo lunar, nos regaló con luz de plata y almizcle, lo que el astro rey no nos dejó ver en este tiempo infernal: Al lado del paso de peatones, había una calle por la que podíamos girar. Todos reímos, cantamos y danzamos, teníamos la muerte en nuestros ojos. Procedimos a encender el motor, pero el poco combustible que quedaba en el no alcanzaba para despegar el pegamento que se había formado al exponer el caucho del neumático del autobús al negro asfalto recién pavimentado de la gran vía barcelonesa. Abrimos las puertas de los lados, yo fui el último en apearme del carro. Al girar mi cabeza y mirar al hogar que me había atrapado y cuidado durante los últimos días, con un leve sentimiento parecido dramáticamente al síndrome de Estocolmo, la familia rumana se había encargado de retirar muy amablemente toda la chapa y demás partes aprovechables de la nave. Yo no quise ser menos, y me llevé a casa un martillo de esos rojos de romper cristales y el organizador de monedas del conductor, que con habilidosa habilidad guardé en mi mariconera tamaño mediana adornada con chapas de Pokémon Aerosmith, como de chico alternativo pero moderno, y que minutos más tarde usaría al otro extremo de la gran vía para pagar el taxi de vuelta al Prat, la tierra soñada. Mientras surcaba esa selva de asfalto y noctambulismo, la radio del chofer me daba las buenas nuevas, mientras pensaba en el sol. Dicen que el sol es el astro rey, y hasta para eso, sigo siendo republicano. De pronto, el conductor, despistado, con el taxímetro en marcha, se cercenó tarde de la entrada a la autovía, por lo que tuvimos que hacer varios cientos de metros sobre la zona residencial. Y de pronto, nos lo topamos. El sol salía por el este, y el paso de peatones que nos cortaba el paso, abría fuego con una fila interminables de turistas japoneses, iguales, repetidos como dos fotocopias...

Sergi Vega i Peragón.