martes, 29 de septiembre de 2015

La línea de bus 65


Acababa de llenarme el buche de agua fría, agua que automáticamente después, como por arte de magia, hechicería, fe cristiana u otras pamemas de la misma índole, la sudé de forma íntegra y total, la sudé como suda un adolescente de bigote dramáticamente parecido al rumor del colacao mañanero en la comisura de los labios al rozar la mano de Stacy, la rubia californiana de su clase de ciencias. Sudé como suda un albañil en un andamio, como suda el magnatario y magnate campeón de concursos de comedores de Hot-dogs en una sauna; como un andaluz al decirle que hoy no hay siesta. Sudé el litro y medio que traía la botella de Bezoya (agua con sabor a hierro y simpática rima popular) que había ingerido previamente. El verano en Barcelona es genial... Si no vives aquí. En caso de que seas un alemán con unas cantidades de alcohol en sangre que harían ruborizarse a la mismísima Massiel (mujer con un solo éxito musical en las listas, y la letra era la la la,cosa que no dice nada a su favor) Barcelona es la ostia. Pero en caso de ser un residente de Barcelona (y más de extrarradio como vuestro querido narrador) y más aún siendo un residente currante de Barcelona, el verano puede llegar a ser una tortura.  Lo dicho: Acababa de llenarme el buche de agua, y me dirija al trabajo en la linea 65 de bus, línea que tarda 50 minutos en llegar a Plaza España desde El Prat, y eso en los días buenos. Por suerte me subo en las primeras paradas, por lo que encontrar sitio para acomodar mis mágicas alforjas es tarea más bien sencilla. Doy al play de mi lista de reproducción y paso así los minutos entre pitos y flautas (y guitarras, acordeones, sitares y un sinfín de instrumentos) Hasta ahí todo normal en una tarde de agosto: El calor, los atascos en plena gran vía, los conductores vecinos hurgando en sus narices, los limpiadores de parabrisas mendigando en los semáforos, hombres en maillotsllamados erróneamente ciclistas (debería de serbiciclistas) saltándose las normas de circulación y compitiendo con hombres de edad comprendida entre los 30 y los 50 años en mallas llamados erróneamenterunners (tendrían que llamarles walkers, y en algunos casos descansandinguers) y así, poco a poco, paso a paso, concentrándome en el último acorde de alguna canción de Led Zeppelin se plantó el bus absolutamente solo en un paso de peatones de tan emblemática autovía. Un paso de peatones infestado de turistas, de todas las nacionalidades habidas y por haber, y los había también en todas las tonalidades y grados de combustión epidérmica posibles: Los había blanco nuclear (o blanco España para los artistas), los había amarillos, marrones (que no negros) negros (que no marrones), color camarón, gamba, langostino y rojo atómico. Unos seguían a un señor con un cartel amarillo gigante que iba explicándoles la historia super interesante de Bellvitge y de Hospitalet del Llobregat, zona donde ocurrió este suceso (notese mi ironía) y otros se dejaban llevar por las olas de masa guiri, entendiendo como "olas de masa" la generosa cantidad de sudor que emanaban la mayoría de las frentes semicalvas de los padres de familia americanos, con sus camiseta de Hard Rock Café y su pose entre chulo y cuñadesca. Llevaba ya media hora distraído con el antiguo e inmortal pasatiempo de la gente que en la infancia se la llevan a veranear "al pueblo", que trata de ver pasar a la gente y verlas venir. A quien? Pues a la gente. El conductor de la nave, hábil capitán de carrusel, que como Jasón, tenía la misión de hacer llegar a sus argonautas a la tierra prometida deparada de autobús, o conducirlos hasta el preciadoBellocino de oro, soltó el freno de mano (que este si que es freno de mano propiamente, pues se encuentra al lado del volante. En los automóviles tendría más sentido llamarle freno de pelvis, pues está al lado de la susodicha) y empezó la ardua tarea de atravesar tal barricada de gente que expelía un desconcertante olor fruto de la mezcla anti-natura de crema solar protección 999 y fritanga de chiringuito, y lejos de ceder el paso, se multiplicaban como lo haría un Gremlin en la Isla Fantasía. Cuando se cumplieron las dos horas de reloj atorados en ese paso de peatones, paró el motor del autobús (un acto de responsabilidad ecológica que llevaba escatimando desde hace horas) y abrimos esas pequeñas y horizontales aberturas que tienen los autobuses y que llaman erróneamente "ventanas", con el fin de purgar el hedor avinagrado y penetrante que expelían nuestras axilas, michelines e ingles al exponernos al calor de un agosto a pleno sol. Minutos después nos dimos cuenta que era un acto inútil, pues si corría algún tipo de brisa, huía despavorida de nuestra vera al ver tamaña masa guiri correteando paso de cebra por aquí, paso de cebra por allá. 
Cuando se cumplieron las 2 horas, 3 minutos y 25 segundos, volvimos a cerrar las ventanas, volvió el conductor a enchufar el motor del coche apenas sin agredirle previamente y puso el aire acondicionado en modo frío polar rozando el modo corazón de Mariano Rajoy, justo antes del 9º circulo del infierno de Dante. Y dantesca es la historia, pues poco nos importaba ya el futuro de la humanidad, las responsabilidades con el medio ambiente o los comerciales de Green Peace que nos miraban con pavor desde la acera, refugiados en la entrada de una de esas empresas super malvadas y anti-ecologista pero que cuentan con un refrescante sistema de climatización. A las cuatro horas y dieciséis minutos, la temperatura del autobús, en parte por la muerte de un par de señores mayores y un niño (no hay de que preocuparse: era negro, o chino, o algo así) y en parte al consumo de tres cuartas partes del depósito de combustible, se había estabilizado en unos increíbles 23º; la exterior, por el olor a neumático fundido con asfalto y por los cadáveres de los dos viejos y el niño (decidimos en consenso que el hecho de retenerlo ahí recién fallecidos, era una falta de respeto hacia la mujer embarazada de la 3ª fila izquierda) tostándose al sol, seguía subiendo de forma inversamente proporcional a la economía china estos últimos días,  lo que en ningún momento supuso inconveniente alguno para esta especie de conga interracial que se había formado a escasos metros de nosotros, y que ya nos saludaban y enviaban cartas, pues habíamos pasado tanto tiempo ahí, que no solamente había llegado 3 días tarde al trabajo en el mejor de los casos, si no que además, nos dio tiempo de ver a la misma gente que llegaba y se iba de Barcelona, vimos su llegada y vimos su partida. Entablé una bonita amistad con unas lesbianas de Austria, lejos de la fantasía sexual de todo cuñado que se aprecie, estas tenían un bigote que podría competir con el de Pancho Villa, además acabados en un tirulímuy mono (una coquetería de ellas) y una de ellas portaba tamaña nuez en la garganta que por momentos, pensé que iba a explotar y acabar con mi sufrimiento alguna vez. Ellas me enseñaron algunas palabras en alemán, el idioma oficial en la tierra de Mozart,  como por ejemplo "Man muss ein Idiot zu einem Fußgängerüberweg in der Mitte August in Barcelona zu gehen", que venía a decir algo así comoque somos muy idiotas por intentar pasar por un paso de peatones en el agosto barcelonés. No les faltaba razón.
 Pero el hombre viene del mono, y no había duda que el conductor se había bebido dos o tres botellas de anís de ese mismo animal, por lo que no quitaba la vista de la carretera, buscando un hueco como busca el halcón a su presa, acechando entre las tinieblas y la capa de humedad en el cristal del coche.  Horas más tarde, nos dimos cuenta que si el conductor no parpadeaba, era por la sencilla razón de que su corazón había dejado de latir. Supongo que el órgano del amor de el hombrecillo tatuado se hartó de ver aquella serpiente multiétnica y se quiso coger unas vacaciones... sin consultarlo primero.
 Lo arrojamos por la ventana con sumo desprecio al percatarnos que efectivamente, no nos había dejado nada en la botella de anís, y el caudal humano, lejos de flaquear, había logrado formar espontáneamente una doble barricada de dos filas, una abajo por donde pasaban las mas gordas mujeres que el mundo había visto, y los hombres hinchados de esteroides durante todo el año, y otra que pasaba inmediatamente por encima de ellos, una cola que llevaba por residentes viejecitas, niños y seres delicados, como conejitos otrilirís (El término trilirí define al ser homosexual que luce un bello plumaje parecido al del pavo real, y que además, se pavonea y pavea como tal) . Ocho o nueve horas mas tarde, apagamos la radio, hartos de cantar las mismas canciones de moda que pasan en la radio-formula española los becarios mal pagados de las grandes emisoras de radio, que durante el periodo estival cogen las riendas de los programas y los miman y los cuidan, para que un par de meses después los echen a la puta calle sin más compensación que un par de cientos de euros en su cuenta corriente y una magnifica huella en el trasero, fruto del puntapié que le dieron al salir por la puerta.
 Dicho y hecho, apagamos la radio y  nos dimos cuenta que el hormiguero humano que se había formado frente  a nosotros no tenía otro objetivo más que el de impedirnos el paso y el de no estar parados en absoluto. A medianoche del 5º día, sin gasolina, ni aire, ni esperanza en nuestros virginales ojos adolescentes muertos de sueños y sed, teníamos tal deshidratación que el orín salía de nuestros sexos en forma de pasta de dientes, de esa de fresa que tiene como trozos de purpurina.
 Entonces, uno de los buitres que habían acampado junto al autobús y que esperaba pacientemente que la familia de rumanos que estaba desvalijando los cadáveres arrojados del autobús acabara de hacer su trabajo, alzó el vuelo y el crepúsculo lunar, nos regaló con luz de plata y almizcle, lo que el astro rey no nos dejó ver en este tiempo infernal: Al lado del paso de peatones, había una calle por la que podíamos girar. Todos reímos, cantamos y danzamos, teníamos la muerte en nuestros ojos. Procedimos a encender el motor, pero el poco combustible que quedaba en el no alcanzaba para despegar el pegamento que se había formado al exponer el caucho del neumático del autobús al negro asfalto recién pavimentado de la gran vía barcelonesa. Abrimos las puertas de los lados, yo fui el último en apearme del carro. Al girar mi cabeza y mirar al hogar que me había atrapado y cuidado durante los últimos días, con un leve sentimiento parecido dramáticamente al síndrome de Estocolmo, la familia rumana se había encargado de retirar muy amablemente toda la chapa y demás partes aprovechables de la nave. Yo no quise ser menos, y me llevé a casa un martillo de esos rojos de romper cristales y el organizador de monedas del conductor, que con habilidosa habilidad guardé en mi mariconera tamaño mediana adornada con chapas de Pokémon Aerosmith, como de chico alternativo pero moderno, y que minutos más tarde usaría al otro extremo de la gran vía para pagar el taxi de vuelta al Prat, la tierra soñada. Mientras surcaba esa selva de asfalto y noctambulismo, la radio del chofer me daba las buenas nuevas, mientras pensaba en el sol. Dicen que el sol es el astro rey, y hasta para eso, sigo siendo republicano. De pronto, el conductor, despistado, con el taxímetro en marcha, se cercenó tarde de la entrada a la autovía, por lo que tuvimos que hacer varios cientos de metros sobre la zona residencial. Y de pronto, nos lo topamos. El sol salía por el este, y el paso de peatones que nos cortaba el paso, abría fuego con una fila interminables de turistas japoneses, iguales, repetidos como dos fotocopias...

Sergi Vega i Peragón.

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