lunes, 14 de diciembre de 2015

Cafe con Sacarina

Se sentó en el sofá de Sky. Enfrente de si, quedaban restos de la cena de ayer. Había dejado a marido descansando en la cama. Siempre se quedaba dormido en el sofá, viendo los programas esos de concursos de chicas en ropas sugerentes, que a mi me hace pensar dos veces si fue buena idea traer al mundo a Paula, nuestra hija. Hace años que no la veo, ¿como le irá a esta chiquilla?

No tiene ganas de cocinar, así que enciende la cafetera que le regaló su vecina Puri hace unas semanas. Es una de esas cafeteras modernas, de esas que funcionan con cápsulas. La usan para no tirarla, ya que el café insípido que desprende no solo es de pésima calidad, si no que las capsulas monodosis tienen un precio desorbitado, así que a la que acabe las dos cajas y media que le quedan, probablemente la subirá al altillo y no se acordará de ella hasta que la Puri venga un día de visita. Parece que le regalaron una cuando compró la suya, y se la encasquetó como regalo de navidad. Como si alguien en su sano juicio quisiera tener dos cafeteras endiabladas, como si con una de ellas por casa y familia no fuera suficiente. Nunca entendió muy bien el mundo de los publicistas y sus excentricidades. Dos cafeteras al precio de una. ¡Absurdo! Lo lógico sería una oferta similar en el producto primo como es el café, pero no en la maquina en si. Hacen ofertas de 2x1 en detergente, pero no el Lavadoras. También hacen ofertas de 2x1 en películas o libros, pero nunca en reproductores de DVD o en librerías para el salón. Es absurdo, y son cosas absurdas que aparecen cada segundo en nuestros televisores, radios y prensa. La publicidad ya no es lo que era. Atrás quedaron simpáticos anuncios de negritos cantando sobre lo bueno que es su marca de cacao soluble o de mujeres hacedoras de yogures de sabores en toscas barricas de madera. Y en eso que el reloj de cuco empieza a dar las once. Va siendo hora de despertar al Manolo.

Manolo era un español como los que ya no quedan. Era un hombre rudo, con tupido bigote y pecho lleno de vello, símbolo de bravura y de masculinidad. Nunca le gustaron las modas que dictaban y promulgaban la depilación masculina en ningún aspecto. Era un gran ahorro en cuchillas de afeitar, cremas y geles de afeitado. Además, y aunque le avergonzaba pensarlo, cuando el Manolo se ponía encima de ella para mostrar su amor, le encantaba notar como sus dedos se perdían en las junglas que tenía en su pecho y en su barriga, que aunque dura, era bastante pronunciada. Sus brazos también estaban cubiertos de pelo, negro como el azabache y decorados con algunos tatuajes que le hicieron en la Legión, en su época militar.

La imagen del Manolo le observa desde el estante del armario del comedor. Tenía una imagen de cuando hizo la mili, con su uniforme verde y su fusil, que entre patata pelada y patata pelada le enseñaron a montar. Los muebles eran rojos, seguramente de roble o algo así. Todos eran de ese estilo clásico tan típico de los años 70. No pesaban mucho cuando tocaba moverlos, así que suponía que no era de madera pura, si no de contrachapado o materiales mucho más baratos que la madera. Sobre la expansible mesa del comedor descansa un tapete blanco que su suegra les regaló, hecho por ella misma. Era una venerable mujer, nada que ver con la imagen de la suegra que todo el mundo odia.  Se sentía muy identificada con las diferentes mujeres que salían en los programas de tertulia de las tardes, tiempo en el que ella se tornaba ama y señora del mando de la televisión, que aún pegajoso por los cacahuetes con miel que come Manolo antes de su siesta cumplía su función.

Ese día era jueves, un jueves que ni tenía sol ni nubes amenazantes de tormenta, un jueves de abril, ni frío ni calor. Un día normal, de una semana normal, pero con la diferencia de que hoy le tocaba llenar la nevera, ya que como ya tenía estudiado, los jueves el mercado aminoraba el trafico de personas, y por lo tanto corría menos riesgos de que la Puri o la Conchi la cogieran por banda para cotillear de las vecinas del barrio. A ella le gustaban los cotilleos, pero solo los de las personas famosas. Al fin y al cabo, no es lo mismo la vida de la infanta o de la mujer de algún torero que la de la mujer del pescadero o el hijo enganchado a esnifar pegamento de la vecina del quinto. Comprendía y respetaba a la gente que encontraba interesante este tipo de rumores. Pero no iban con ella.

Se encontró con ganas de preparar potaje de lentejas, pero para hacerlo, necesitaba un buen trozo de tocino. Y Tomás, el charcutero del mercado municipal tenía uno muy pastoso, además de estar muy por encima de sus aspiraciones económicas. Entonces decidió ir al supermercado, que se encontraba a unas siete manzanas de ahí, pero cogió el autobús, pues había salido con unas manoletinas que compró hace poco y aún no estaban dadas de si, por lo que cada paso que daba era un nuevo paso hacia la locura y el dolor más insufrible.

Picó en el segundo timbre de STOP del autobús, ya que alguien había pegado una goma de mascar en el de su lado, y por el color de este, a nadie le había importado quitar anteriormente. Bajó del autobús y se puso por encima una rebequita que había cogido de casa, porque ya se sabe, los días de Abril en Teruel no te puedes fiar, porque pasan de un sol estupendo a un frío invernal, y ya empezaba a refrescar.


Compró un trozo de tocino, tres morcillas y dos chocizos de esos picantes, de los que tienen la cuerda roja y son muy duros. Le encantaba romperlos con la cuchara y atrapar con ella minúsculos trozos del rojizo embutido en cada bocado. Al salir, observó que aún faltaban 10 minutos para que llegara el autobús, y las nubes que tapizaban el cielo de  lapislázuli se habían convertido en nubes de ébano, como una pátina de negrura traslucida que ensuciaba la tarde y amenazaban con las primeras gotas del aguacero que pronto se tornaría en tormenta pre-veraniega.

 Corrió al bar más cercano para resguardarse, con el carro a rebosar, y cruzó la carretera a toda prisa, sin parar atención a lo que se avecinaba en dirección opuesta a la suya. Alzó la cabeza y entrelazó la mirada con un apuesto mozalbete de no más de 35 años. El sujeto en cuestión lucía una cuidada barba, extensión de su cabello cortada a media melena, como lo llevaba el Brad Pitt en la película esa de gladiadores que alquiló Manolo la semana pasada. Su camisa de cuadros dejaba entrever una majestuosa mata de cabello castaña, que como un salvaje río recorría su pecho indomable, para luego, según su imaginación, desembocar en el santo grial del macho alfa.

El hombre también le observó, y al ver que paraba en medio de la calzada, agarró la mano de María Teresa y le arrastró al otro lado de la acera. Corrieron como dos enamorados hacia el Bar de la esquina, donde tomaron un Café. Café solo, con sacarina pidió ella. Café Macchiato con mucha crema y canela espolvoreada, pidió el. Era la imagen de sus vidas. Ella, mujer atrapada en la telaraña de la monotonía, del marido sobre-protector y más cercano al hombre de cromañón que al semidiós nórdico que le acompañaba en la mesa, había pedido un aburrido café, para el cual, ni siquiera había pedido azúcar. Y no es que estuviera a dieta, pues para estar ya entrada en los cuarenta-y-muchos (una señorita nunca debe revelar su edad) conservaba su figura y sus curvas mucho mejor que mozas mucho más jóvenes que ella. Simplemente la sacarina cumplía con su función. Quitaba la amargura del café, y luego desaparecía, para no dejar ni rastro, ni olor, ni sabor, ni color. Estaba ahí, pero sin estar. El galán de camisa a cuadros, sin embargo, había pedido un café con miles de cosas, que atesoraban quizá, aventuras, pasiones, sueños y caracteres que hasta ese momento, Maria Teresa nunca se había parado a pensar.

Cada "clinc" de la cucharilla y cada sorbo al café, era como melodía celestial que caía sobre los tímpanos como dorada miel cae sobre una caliente tostada de pan blanco y puro.

Despertó de esta ilusión cuando vio que el reloj de la cafetería daba las 20 horas, y el Manolo sin cenar. Se ofreció a llevarla en su coche, que estaba a pocos metros del bar. Ella accedió encantada, y dio instrucciones de como llegar, pero, como era muy prudente, le hizo parar una manzana antes, para que en ningún momento el Manolo pudiera verles juntos y malpensar.

Se despidió de el con un beso en la mejilla y la promesa de llamarle, y este despareció en la esquina con su coche rojo perdiéndose entre gotas de lluvia y el perfume a base de madera y jazmin que desprendía. Notaba mariposas en el estómago, aunque se sintió mal por unos instantes, luego pensó que nunca más vería a ese mozalbete, y que esto solamente era producto de algún resfriado que habría cogido, al fin y al cabo llevaba con el Manolo desde los 17 años, no podía encontrar a nadie más y tampoco lo pretendía. Ella estaba bien.

Entró en su casa procurando no hacer mucho ruido. Manolo seguía enganchado a la pantalla, mirando un partido de fútbol entre dos equipos desconocidos, ya que le encantaba ese deporte. Ya sea el clásico derbi, hasta un partido de chavales pre-adolescentes, Manolillo se los tragaba todos. Y estaba tan sumergido en el partido, que no echó en menos a su mujer en absoluto, se podría decir que absorto en sus pensamientos, no se había percatado de la falta de Maria Teresa en la casa.
Esta, culpable por los pensamientos impuros con el hombre de la barba, le trajo una cerveza y las sobras de los canalones del medio día, ya que era tarde para ponerse a cocinar.

Se acostó temprano y sin cenar, pues los días de lluvia disfrutaba de escuchar las gotas romper contra el cristal de su ventana, este ruido de agonía acuático le proporcionaba un placer y una relajación magnas.

Sonó el despertador a las 8 en punto. En la mesa de cristal del comedor, aún quedaban restos de la cena de ayer. El plato estaba vacío pero pringoso, símbolo de que el Manolo había devorado los canalones sin contemplación ni cuartel alguno. Escuchaba aun las gotas caer, y como había madrugado tanto, se vio con ganas de darle una sorpresa a su marido. Se puso una blusa a toda prisa, sin tan siquiera colocar su sostén en sus pechos redondos, que aunque eran firmes y no los necesitaban en absoluto, encontraba indecente salir de su casa sin. Se puso una falda y unas medias negras que se esparcían y retornaban en forma de gris transparente sobre sus finas y suaves piernas. Pintó sus labios de granate, y sus parpados con azul, con un toque negro en sus pestañas. Se puso un poco de colorete, y peinó su teñida y lisa melena rubia. Se puso unos pendientes que le regalo el Manolo cuando cumplieron 20 años de casados y calzadas las manoletinas viejas (las nuevas seguían mojadas por la lluvia del día anterior) agarró una chaqueta y un paraguas y salió en busca de churros y chocolate caliente a la churrería de la esquina.

Se sorprendió y su corazón dio un vuelco cuando al abrir la puerta del portal se encontró de cara con el joven de ayer. Se había hecho un moño, y llevaba una chaqueta tejana muy ceñida al cuerpo. Estaba apoyado sobre su coche eléctrico, como esperándola. éste se acercó y besó su mejilla. En sus ojos cristalinos se podía notar un cariño y una melancolía que embrujarían a la mismísima Virgen María. Y sin importar lo que las chismosas vecinas pudieran ver, ni importándole que las gotas de lluvia dejaban al descubierto sus erizados pezones bajo la blusa blanca se metió en el coche y se dejó llevar.

Y cuando llegaron a su destino, cesó la lluvia.

Ya no caía ninguna gota, y el cielo dejó de ser grisáceo para volver a ser de lapislázuli.

Y el joven besó los labios de Maria Teresa, y esta se sintió culpable hasta que miró a los ojos del zagal. En el, le venían a la mente las noches que pasó sola esperando al Manolo que estaba en el bar o con los amigos, recordó alguna ocasión que encontró carmín en el cuello de la camisa azul o como de vez en cuando, percibía perfume de mujer en la ropa sucia de su marido. Y entonces lo tubo claro. La duda y la lujuria se anexionaban y daban lugar a una serie de deseos adolescentes que hicieron que por vez primera en mucho tiempo, que del sexo de Maria Teresa brotara abundantemente fluido lubricante. Y más brotó cuando este se abalanzó sobre ella. El pantalón ajustado que el jabato llevaba estaba a punto de reventar bajo la presión, y ella jadeante y roja, quería que reventara directamente en su entrepierna.

Y entonces mientras le besaba el cuello lentamente, fue desabrochando la camisa de el chico. Pectorales duros, brazos rudos y en vez de abdominales, portaba una pared de cristal donde residía todo un ecosistema perfectamente formado. Tenía montañas y riachuelos y palmeras y nubes y sol. Y también tenía mariposas de mil y un colores. Tenía un mundo en miniatura en vez de abdominales. Y esta miró a su amado, que cada vez se hacía más grande. Y de repente notó que podía mover sus rosas alas y extender su boca enrollada mientras el orgasmo más intenso de su vida recorría su cuerpo. Otras mariposas como ella le rodeaban, y en ese mundo de abdominales de cristal, nada le faltaría. Flores de todos los colores y sabores que podáis imaginar. Néctares prohibidos por Yahvé. Raflexias y rosas y azabache. Y de entre todas ellas, la que le llamó mas la atención: Un jazmín rodeado de troncos, perfectamente alineados que le decían "cómeme".

Y ya nunca más pensó en el desgraciado de Manolo. Y ya nunca más pensó en cocinar. Y ya nunca más pensó en sus tareas. Dejó atrás el café con sacarina y se pasó al café Macchiato.  Ahora era libre, feliz y plena en su espacio de orgasmo continuo y placentero. Y aprovechó su vida al máximo y durante las tres semanas de vida que tienen las mariposas, jamás le faltó nada.

FIN.




































Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona.

Tres mujeres, una boda y una prostituta de Girona. 


Me encontraba en Cadiz, la original ciudad de la luz. París, posteriormente lo plagiaría, pero si alguien ha estado en Cadiz, sabe que los franceses no tienen nada que hacer. Pues ahí me encontraba yo, en la capital, día 12 de agosto, solo, apuesto y vestido para matar, lo cual era la última cosa en la que estaba interesado. Lo que buscaba y necesitaba, en cierta manera era algo para amar, pero llevaba cierto tiempo lejos de Andalucía, y en mi pequeña agenda de piel marrón que me regalaron en la empresa antes de mi jubilación casi obligada (obligada por mi, por supuesto) no había nada escrito. Estaba casi tan vacía como de pelo lo está mi cabeza.

No obstante, decidí darle buen uso, y lleno de esperanzas y sueños adolescentes, ojeé las arrugadas y amarillentas páginas de mi compañera, guardiana inmóvil de mis horas muertas, y me decidí a llamar a uno de aquellos viejos números telefónicos. El primero que escogí, correspondía a un pequeño bombón, una deliciosa y menuda mujercita, que con mala suerte era mi prima segunda. Entre nosotros, con nuestra juventud ferviente y salvaje, siempre existía una latente tensión sexual. Ella se llamaba Laura, y era de Jaén. El único motivo por el cual no llegaron nuestros sexos adolescentes a compenetrarse varias veces y en diferentes velocidades era mi tía abuela. Tía abuela, que a su vez era abuela (únicamente) de Laura, por lo que eso nos convertía en primos segundos. Recuerdo sin embargo, a mi abuela (sin ser tía, esta vez) Pepita, llorar y marchar por la perdida de su hermana jaenense ( o jaenera, jaenaína, o sea el que fuere su maldito gentilicio del averno) Laura se había mudado a Cádiz, y ahora, muerta la perra, muerta la rabia (y con perra me refiero a la tía abuela, esta vez si, tía y abuela) nada se interpondría entre nuestros cuerpos. La lascivia se apoderaría de nosotros, el morbo adolescente se tornaría deseo, el deseo en descuido, y el descuido en pecado.
La recordaba sin embargo de modo muy vago: 19 años, 100-65-90, y una piel semejante al melocotón en almíbar (de hecho, no tengo ni la más remota idea de cual es este tipo de piel. Con todo, he leído esta descripción en muchas novelas de Henry James, y la he plagiado al bueno de Groucho Marx. Por lo demás. si es bueno para el viejo Henry, lo es también para mi)

Con el corazón palpitante, y el pene humedecido por la idea del incesto interracial (su padre era negro, por lo que la convertía en una mulata medio gitana) marqué el número, lleno de expectación y de impaciencia por oír su voz cantarina que siempre me recordaba a las campanillas de una fría noche de navidad junto a la hoguera.
Respondieron más bien con rapidez a la llamada, pero !qué decepción! !No eran las campanillas de navidad! La voz que salió era la de un perfecto barítono antinatural entre whisky y ducados sin filtro. No se que aspecto tendría pero a mis ojos apareció la figura de un ogro con cara de uruk-hai, con las espaldas del tamaño de Mordor y que probablemente se dedicaba a la captura y desgarre posterior de los miembros de los críos que cruzaran el puente que conduce hasta la comarca (La única razón por la que he hecho estos comparativos, es porque desde mi ventana se ve un cartel en la parada de autobús de la línea C7 donde anuncian nosequé parte de nosequé película basada en nosequé libro de Tolkien)
No me atreví a preguntar por mi prima segunda mulata con belleza solo digna de los dioses y pelo como de ébano rizado destacados por dos enormes ojos verdes esmeraldas. En todo caso estaba demasiado asustado como para preguntarle por la hermosa Laura. Porque de una cosa estaba seguro: No se trataba de Laura. Y si era ella, no creo que hubiera merecido la pena pasar una noche con ella.

Ahora, yo era un hombre de mediana edad, tirando al madurito interesante. Un poco como Clooney (aplíquese al símil de Clooney de la época en la que me esté usted leyendo) sólo que más calvo, más gordo, más feo y en definitiva, más parecido a un sapo en un mal día.  Pero cuando tenía veinte años, era un calavera y un playboy. Saqué mi vieja agenda, y llamé a mi amigo Albert O'Flyer. Albert era un muchacho negro, no negro del todo quizás, más tirando al chocolate con leche. Salió del armario cuando cumplimos los 30, y ahora, cumpliendo el topico del trilirí que se dedica a la moda, se codea con las modelos más bellas de este lado del Ebro. Descolgué el telefono sin pensarlo, y Albert se alegró de escuchar mi voz:

-Hola cari! Cuanto tiempo sin saber de ti, mi amor!
-Si, buenas, Albert -Respondí, carraspeando la garganta para mostrar que yo era muy macho- Si que es cierto que últimamente no hemos conectado demasiado, y ya que estoy en Cádiz (ciudad del pecado) querría saber si tienes algún plan para esta noche

Estaba fingiendo, claro. Yo ya sabía que Albert tenía un plan para esa noche. Sin ir mas lejos, dos días antes, había visto al muy sinvergüenza junto a la italiana Pamela Belucci en la portada de la revista Salseo, una revista del corazón de segunda que sobreviven gracias a las suscripciones de consultas del dentista y peluquerías varias.  En esta rotativa, se detallaba como se iba a celebrar uno de los más importantes congresos de moda de España, el de Puerto de Santa María, a unos siete kilómetros de mi hotel. Podría ir nadando si no fuese por el arquitecto infernal que diseñó Cádiz: Estoy convencido de que Cádiz fue ideado por un sádico endiablado que decidió deliberadamente y sin dar marcha atrás, no emplear en sus planos ni compás ni agrimesor. Ahora, siglos después de su muerte, ya está en la otra vida, y se encuentra junto al gran creador de mapas, cartógrafo legendario que reina en los cielos. Sin embargo, en mi mirada imaginativa y joven, lo veo sentado en lo alto de una torre de nubes, observando el estropicio que ha creado y riendo histéricamente por la desesperación que inunda la mente de los gaditanos. Por ejemplo, si coges tres docenas de fideos hervidos, los echas de cualquier manera en una bandeja, y luego esta bandeja la arrojas por la ventana, tendrás una idea bastante aproximada de cómo fueron trazadas las calles. Lo dicho, que mi única opción era tomar un taxi, o cruzar a nado. Y puesto que no llevaba mis bermudas de flores tropicales, opté por la primera opción.

O eso creí. Albert, negro como el carbón y como su propia alma, aun sabiendo lo altamente desesperado que estoy, sabiendo el tiempo que hacía que no bajaba a Andalucía, y sin tener consideración de todo lo que estaba  aguantando su recién adquirido acento "gay" no me invitó a la pasarela. No solo no me invitó, si no cuando le pregunté si sabía algo, me dijo que estaba muy enfermo.

Las horas pasaban y mi libido no hacía mas que aumentar. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que en la televisión del hotel solamente se pudiera ver el Canal Erótico, con sus modelos adolescentes de 40 años y sus mensajes de texto  subiditos de tono a euro con cincuenta y seis centimos cada uno.

Cerré los ojos y al abrirlos, me encontré con que era de día. Había pasado la noche entera escuchando esa música funk setentera que suelen protagonizar las bandas sonoras de las películas porno-eróticas, y yo por dentro, seguía luchando por escampar mi semilla sobre cualquier fémina que pasara por mi vera. Y esto no es un sentimiento o una idea egoísta ni mucho menos. Un día entre siesta y siesta, un documental de la televisión publica me enseñó que los seres vivos tenemos cinco funciones vitales: Nacer, crecer, alimentarnos, reproducirnos y morir. Por lo que se podía decir, que lo que buscaba era cumplir mis funciones vitales, retrasando la última y que las anteriores me costaran poco o nada. Me desbordaba, no podía mas.

Salí a la calle no sin antes pasar por el restaurante del hotel. Era un restaurante como todos los que suelen haber en hoteles. Ni feo ni bonito, ni vivo ni incoloro, ni sabroso ni insípido. No había nada a destacar, salvo las lorzas que portaba el Barman y los deliciosos pechos de una turgente jovencita llamada Jessi. Jessi era hija de Pedro, el barman en cuestión. Era rubia, tenia siempre la boca abierta incluso cuando mascaba un jugoso y afortuinado chicle de fresa. Ese carmín en los labios de caramelo  y esos ojos verdes con fondo azulado no distraían la atención del ligero escote con el cual mostraba a los pobres infelices como yo que Dios es grande y que además le gustan los pechos bien puestos.

Explotada la burbuja de su chicle y despertándome de un largo letargo de inconsciencia de varios segundos en los cuales mi saliva brotaba de la boca como brota un riachuelo fresco en las orillas de Mississippi, Jessi se acercó y con tono templadamente irrespetuoso me miró y me dijo "¿Que va a tomar el señor?"

Ah, el amor. Cuan cruel es cupido cuando te apunta con su flecha y te la dispara ansioso, te la dispara bien acertada entre un testículo y otro. Que diosa había bajado a la tierra para fecundar en su vientre tal muchacha encantada, con labios de rubí y ojos de zafiro. Y pelo rubio como de oro y dientes brillantes como de plata. El tilín del pendiente que llevaba en el ombligo bien seguro estaba que eran las mas dulces sinfonías jamás creadas por el hombre. Que ganas de reproducirme con la Jessi. Que ganas de empotrarla en la barra de su padre y hacerla mía y solamente mía hasta que llegue el momento de volver a Palafurgell.

"Café solo, tostada con aceite y sal, y si tienes, trame el periódico". Le dije, mirándole de reojo mientras sacaba mi pitillera, en tono insinuante. Cuando volvió, me guiñó un ojo, y me dijo que si le podía dar un canutillo, lo que yo supuse que era un cigarro. Asentí, di un golpe a la cajetilla y salió uno disparado entre los dedos magníficos y sensuales de las menudas manos de la Jessi. Dejé una generosa propina, casi sin haberme acabado el café y junto mi billete, le dejé apuntado el número de mi movil y mi nombre, firmado con un provocativo "llámame".

Así que ni corto ni perezoso me di una vuelta por Cádiz para hacer tiempo. Por lo que pude ver el día anterior, Jessi salía de trabajar a las 22 horas. Así que en resumidas cuentas, tenía casi siete horas que perder por las calles de la ciudad. Me fui al centro comercial, donde vi pasar a venerables ancianas a un paso de irse al otro barrio, y veía pasar exuberantes colegialas, con ajustadísimos uniformes que poca justicia hacían a la palabra holgado, que apretaban sus senos casi ilegales dada su minoría de edad, y con las que Céfiro, el Dios del viento del oeste, obsequiaba las vistas del banco de enfrente cuando soplaba y hacía subir las faldas de las muchachas, de cuadros azules y negros y verdes. Verde era mi alma, pues me sentía sucio al mirar esas braguitas blancas impolutas cuando en mi hotel me esperaba mi dulce Jessi. Miré el reloj, y las agujas marcaban las 20 horas. Será hora de poner rumbo ya hacia el hotel - me dije.

Consideré que ir caminando y ver un poco la ciudad compensaba la cantidad de dinero absurda que pedían los taxistas por acercarme al centro, así que caminante no hay camino, se hace camino al andar que decía el poeta, y rumbo al hotel por las callejuelas de Cádiz. En eso que en una esquina me asaltó un vendedor de flores ambulante de origen árabe, o hindú, o del medio oeste, que mas da (nunca se me ha dado bien reconocer los tonos epidérmicos entre las diferentes étnicas) que vendía flores casi marchitas a un precio muy por encima de lo que costaría la vestimenta del hombre (incluyendo la cadena de oro que mostraba en su cuello) Pero claro, ¿como iba yo a presentarme ante la Jessi sin una triste flor? Así que compré todas las rosas a ese pobre zíngaro, que gracias al fondo de la cartera esa noche pudo comer caliente (y las noches que la precedían de igual manera pudo, pues como dije, era un precio desorbitado)

Ya llegando al hotel, subí a mi habitación y me duché. No había ningún mensaje en el contestador ni en mi buzón de voz, por lo que supuse que Jessi aún no había tenido tiempo de telefonear. Me puse jabón en todas las partes de mi cuerpo, primero en mi lustrosa calva, luego en mi cuello, debajo de mis pechos, entre mis pechos y por encima de mis pechos también. Limpié a fondo mi ombligo, para que ningún hedor traicionero pudiera expeler, y limpié a fondo hasta entre los dedos de los pies. Todo era poco para mi Jessi. Ya duchado y con la toalla rodeando con sumo esfuerzo mi pronunciada cadera, me peiné el lado derecho de la cabeza hacia el izquierdo, quedándome una especie de cortinilla que como todo el mundo sabe, es muy digna y disimula muy bien las calvas.
Me afeité, mientras escuchaba en la radio baladas de pop-rock de esas melosas que gustan tanto a las niñas y a las adultas solteras que sueñan con que el actor de moda desee su parrus olvidado, con estribillos torpes y melodías repetitivas, Pero el dial de la radio había pasado por tiempos mejores, y ahora, tras una capa de celo levantado por los costados y lleno de partículas de polvo y patinas de pura roña se reguardaba la emisora 105,191 FM que por azar numérico son el nombre de mi Jessi. "J" es la décima letra del abecedario. "E" es la quinta, mientras que "S" es la número 19, y la "A", como siempre, la 1. Por lo que el conjunto de numeros de esta emisora se podría traducir como JESI. Si, todo eran señales. Jessi será mi presa, como lo fue Lolita para Humbert Humbert, en el mejor libro que se ha escrito jamás. Recorté mi bigote hasta dejar un leve recuerdo de el por encima del labio superior, como lo llevaban los grandes caballeros del cine clásico, y me embadurné en desodorante roll-on y cocteles de feromónas que había adquirido una noche en la teletienda de algún canal local donde se me cobraron más gastos de envío que de producto, santa inocencia.

Bajé cuando quedaban 10 minutos para que mi pequeño querubín, mi nínfula, mi amada Jessi librara de su día agotador de trabajo. Y bajé las escaleras, con el ramo de rosas bajo el brazo (que junté en un papel como transparente de color verde que encontré en mi habitación, para disimular mi compra clandestina) mientras me ajustaba el Windsor con el que había anudado mi corbata. Quizá había algún nudo más elegante, pero tampoco quería llegar tarde, pues esto era una sorpresa para ella y probablemente nada más salir ponga rumbo a su casa para estudiar, o ver una película quizá, pero el caso es que no me esperaba en absoluto. Tampoco creo que a mi Jessi le importe mucho que tipo de nudo lleve o deje de llevar. Elejí una corbata amarilla, con detalles en azul y rojo, que destacaba sobre mi camisa blanca resguardada por mi americana de pana marrón. Todo un galán, para conquistar a mi dulce Dulcinea.

¡Cuan macabro es Belial cuando sube del infierno para castigarnos a los mortales! Y esque cuando giré la esquina que separaba el hotel del restaurante, un chico con el pelo rapado y en punta, con camiseta de tirantes y con aros de oro en las orejas que parecían hula-hops escudriñaba a mi niña desde la puerta del negocio. Con casco de moto en una mano y bolsa de plástico en la otra, en la cual, pude adivinar por el contorno, portaba botellas de cristal. El zagal guiñó el ojo, y apareció mi Jessi, que sin tirar el chicle, hurgó la campanilla del chaval con la lengua mientras se ponía de puntillas sobre sus generosos tacones rojos como la sangre de una virgen. Me quedé perplejo. No podía creerlo... Avancé unos pasos cuando la silueta de mi ángel quedaba diluida en la negra noche y ya solo el recuerdo de la luz roja trasera de la moto de ese delincuente en potencia aparecía por la larga calle. Luz cegadora, luz maldita, luz burlona. Entre en el restaurante, y tras pasar la primera mesa de la terraza, arrojé mis flores endiabladamente costosas contra la papelera más cercana. Y ahí pude ver un papel que me resultaba familiar, arrugado, como hecho bola. Era la nota donde le dejé el número de mi teléfono. Nota que utilizó para envolver el chicle de menta y dejarlo olvidado, junto a mi teléfono y mi corazón. "La propina si que se la ha quedado" pensé para mí.

Ahogué un sollozo con wiskhey de 15 años y si los borrachos caminan haciendo "S" con sus pasos, yo hice en abecedario entero cuando llegué a la habitación de mi hotel. Apagué la radio que estaba encendida, y vi que no era la 105,191 FM, si no que era la 105,9, pero el cartón impreso con los números de la emisora habían hecho un pliegue muy acertado que había dado lugar a mi confusión. Así que quedaba JEI, las siglas de "Juan eres imbécil", y que acertado era el mensaje. Y lo peor de todo, es que me quedaba un solo día en Cádiz.

Desistí en mi búsqueda. Lo mejor será esperar a volver a casa, ahí Loli, la del 4º-A suele hacerlo a cambio de una compensación económica. Que mas daba, pensé. Si al final, me he gastado mas en flores y en taxis que lo que me costaría ir al grano con Loli.
Y decidido el plan, y sin más preámbulos, fui al aeropuerto, vendí el billete, compré otro para esa misma noche, y me fuí de vuelta a Girona, donde Loli cumplió mis expectativas muy gratamente, a cambio de que yo cumpliera las suyas. Y vaya si las cumplí! Con lo que me ahorré de día extra de hotel, di a Loli la más alta propina que jamás nadie le haya pagado. Y entré en un largo sueño, largo y profundo sueño, donde todos los problemas parecían haber desaparecido...

...Y cuando a las tres de la madrugada me desperté con más sed que el camello de Baltasar y puse rumbo a la cocina para aplacar mis ansias de elemento líquido, al encender la luz y ver el calendario, se me cayó la botella de agua al suelo al presenciar el día 14 de agosto rodeado con bolígrafo Rojo. Y entonces hice memoria. Ayer se casaba Encarna, mi hija menor en Cádiz. Y yo, en vez de estar pescando mujerzuelas tenía que haberle llevado al altar.