domingo, 16 de septiembre de 2018

Pan con pan

Suena el despertador, y este rompe el silencio de una mañana muy calurosa. El mes de Mayo había sido seco, y esa sequía aún hoy, en pleno mes de Julio estaba siendo arrastrada convertida en mañanas curtidas en sudor.

En caso de beber una sola gota de agua, esta huía apresuradamente por las glándulas sudoríperas sin haber quitado tan siquiera la sed. El ambiente era detestable, por ello, antes de que el despertador sonara, Ramona ya estaba escudriñando su inmóvil figura desde el costado izquierdo de la cama. No podía dormir, y eso le provocaba muy mal humor.

 Fermina, Carmen y Adela, un grupo de mujeres que mas que amigas, se juntaban para chismorrotear sobre cualquier tipo de suceso del barrio, entre sonoras y dolorosamente agudas carcajadas y miradas de plena hipocresía. Si alguna vez una de “las chicas de oro” (nombre con el que el mozalbete del bar del Joselete les había bautizado) decidía no presentarse, o surgía algún imprevisto que demandara su atención, las tres cofrades restantes se abalanzaban con todo tipo de burlas e improperios sobre su persona. Hablaban de las revistas del corazón, de los programas del corazón e incluso de los sustos que les daba el corazón. Todo bajo el humor simple que caracteriza a muchas zonas del extrarradio sevillano.

 Los comentarios jocosos eran la orden del día, y como si de un examen se tratara, Ramona pasaba horas sentada en la silla de formica de la cocina mientras engullía eternas revistas de prensa rosa, cientos de artículos de iluminados que algún día lejano fueron llamados periodistas.

Esa mañana, Ramona estaba especialmente mosqueada. No quería ver a sus compañeras de chismes, y desde luego no quería lanzarse a releer esas interminables rotativas de patraña. Además de estos pasatiempos, Ramona era una persona terriblemente avariciosa. No le gustaba gastar en lo absoluto.

Las chicas de oro le llamaban "La catalana" ya que su cartera estaba más cerrada que la puerta de un comercio a la hora de la siesta. Todas las revistas que leía, se las traía de incógnito del bar del Joselete, cuando el camarero se distraía con gallardía al intentar cortejar a alguna folclórica, o de la peluquería de la esquina, que aunque no era muy limpia, los precios eran bajísimos. Aborrecía a esa gente que se gastaba autenticas fortunas en hacerse esos peinados de abuela moderna, como la madre de Javier Bardem que salió en la Pronto de hace un par de semanas. Esos peinados con colores de fantasía absurda, salidos de la mente del más perturbado de los esquizofrénicos, pintados en los cuatro pelos que sobrevivían a la alopecia prominente fruto de tantas y tantas permanentes. Ella no era una excepción, claro. Gustaba de seguir las modas, era una señora coqueta. Pero si podía pagar 35 euros en vez de los 90 que pedían en la otra peluquería de la calle centro, pues mejor que mejor. Iba una vez cada dos semanas, y se llenaba la bolsa de mimbre del pan de revistas antiguas, con todos los crucigramas resueltos, y con las páginas arrugadas. Por eso, cada vez que las chicas de oro se juntaban, Ramona volvía a sacar temas antiguos, y para que las otras no se dieran cuenta de su desfase, decía que había vuelto a ver la resposición del programa de televisión.

Ese día la peluquería estaba cerrada, y Ramona estaba con la mas grande de las perezas. No tenía nada que hacer, ni lo pretendía. Ayer fue al Bingo, mañana irá al baile del centro cívico, donde bailaría éxitos de su pasado, temas de Manolo Caracol y paso-dobles de la faraona. Hoy se limitaría a bajar a por el pan a la panadería, e ir a la tienda del Jose María a comprarse un ventilador nuevo, puesto que con los dos colocados a cada lado de su cocina, no hacía mas que pasar el calor de un lado a otro. Sus amigas se habían comprado un aire acondicionado, incluso la Adela, que se quedó sin la pensión de viuda, pero su hijo Carlos, todo un manitas, le instaló uno de segunda mano. Ella no iba a pagar esa cantidad para estar fresca 8 de los 12 meses que tiene el año. Era absurdo!

Agarró la bolsa de mimbre, la misma bolsa que tenía desde hace 20 años, se puso la bata de flores rosas y azules y verdes, ya desgastada que compró tiempo atrás en un mercadillo de barrio a una gitana y se calzó las zapatillas de andar por casa. Torció en la primera esquina, donde la fuente que tenía pérdidas de agua por el botón (esto lo sabía, ya que cuando le tocaba a ella hacer la escalera, iba a la fuente para rellenar los cubos de agua y no gastar la de su casa) y se dirigió al banco. Entró con cautela, mirando para los lados, y sacó 20 euros. Un billete nuevo, de esos azules. Ramona no se había habituado al cambio de la peseta, aunque haga ya más de 10 años que desapareció, pero ella era una mujer de tradiciones muy arraigadas. Dobló el billete y lo introdujo en su escote, donde la fuerza de gravedad había hecho estragos, haciendo caer sus mamas a varios metros bajo el nivel del mar. Sacó la cartilla del cajero, y vio que sus ahorros se mantenían por encima de los cincuenta mil euros, a pesar de haber gastado casi 30 en o que llevaba de semana. Ya iban a desaparecer todos esos excesos, si no, acabaría siendo una pordiosera.

Así entró en la tienda del Jose María, y este estaba casi tirado en el mostrador, babeando, con un ojo cerrado y el otro con el párpado cayendo. Con cada cabezada que daba, se abría de repente y su pupila vagaba por el espacio, como buscando algún punto donde fijarse, pero volvía a desaparecer bajo el párpado. Era un hombre inteligente, pero terriblemente vago. Podía quedarse dormido en cualquier parte, literalmente. Cada semana que van al baile del centro cívico, Jose María se quedaba en una silla sentado, con su cabeza rebotando de un lado a otro, hasta que la música le despertaba. Muchas veces, desconectaba el sonotone, y simplemente dejaba que morfeo le abrazara con sus alas del sueño. Ya le daba igual lo que la gente dijera sobre el, no tenía nada que esconder.

Jose maría le ofreció un ventilador vertical, que simulaba ser un aire acondicionado, y proporcionaba un fresco muy agradable. Pero no era del agrado de Ramona, no por su funcionalidad, si no por su precio. En ese caso, el tendero le sacó un ventilador de pie, consistente y útil, pero tampoco llegaba a las expectativas de Ramona. Así pasaron por delante de los ojos de esta, seis o siete ventiladores mas, como si un pase de modelos se tratara, y ya exhasperado, Jose Maria le dejó el ventilador más antiguo con un descuento para que acabara esta tortura y poder seguir durmiendo en paz. Ramona aceptó la cortesía, empacó el ventilador en la bolsa de mimbre, y se dirigió a la panadería.

Pasó una o dos panaderías de la manzana, porque ella quería ir a la panadería del Ahmed, un emigrante de marruecos que hacía pan de dudosa calidad, pero mucho mas barato. Entró en el local, donde hacía un calor asfixiante, ya que juntar hornos con un pobre sistema de ventilación no era una buena idea ni en Sevilla, ni en Marruecos. Ella le pidió una barra del día anterior (que eran 10 céntimos mas baratas) pero ese día no le quedaban. Tuvo que gastarse 40 céntimos en una barra recién hecha, un lujo que no siempre podía permitirse. La colocó en el cesto de mimbre, y salió a la calle.

El pan olía muy bien, y notaba la calidez de este bajo sus brazos colganderos y arrugados, ya que llevaba el cesto como si de un bolso se tratara, para que no viniera ningún pillo y le robara lo que pudiera llevar encima. Hacía mucho tiempo que no olía el pan recién hecho tan de cerca, casi babeaba del lujo de hacerlo.  Al llegar al paso de cebra, dio un pellizco al pan, y empezó a comer la punta.

 Pensó en lo mucho que le  gustaban las puntas, era una de las pocas cosas crujientes que podía permitirse con sus dientes. No es que una dentadura postiza fuera cara, podría incluso costearse la reposición de todos los dientes si así lo quisiera, pero ha pagado impuestos toda su vida, y decidió que iba a usar los servicios de la seguridad social. Estos solamente cubrían la extracción de los molares infectados, así que eso es lo que ella haría. No iba a pagar a un matasanos, ya que recuerda cuando la guerra, que su padre iba al barbero a afeitarse y a arreglarse la dentadura al mismo tiempo. Los tiempos han cambiado mucho desde entonces.

Con estos pensamientos, Ramona agarró otro trozo de pan, y empezó a saborear las mollas blancas como la nieve y cálidas como el sol que tenía ese pan tan barato. Recordó que la semana siguiente iba a estar sola en el barrio, ya que se negó  a pagar los 25 euros que costaba el billete de autocar a Benidorm de la asociación de vecinos. Era un viaje de esos del imserso, que cubren todo el viaje con su estancia y todo. Pero claro, alquilar un autocar para todos sería muy costoso, y pretendía el presidente de la asociación que todos pagaran 25 euros. Como si el dinero cayera del cielo... Vaya jeta.

Agarró otro trozo de pan y siguió picando.

Total, que la semana que viene ni paseo ni reunión con las chicas de oro. La semana que viene a quedarse en casa, con las ventanas abiertas y las luces apagadas, y a chupar tele. Así gasta menos. De todas formas que iba a hacer con todos sus amigos en Benidorm que no pudiera hacer ella en su casa? Es absurdo. Sabía que le iban a criticar por su espalda, pero poco le importaba. Esa semana le tocaría a ella, y otra sería la ausente cualquier otra semana. Que mas da...

Siguió picando pan en el semáforo que daba a la manzana de su piso. Vivía en un piso de esos de alquiler social, ya que ella, viuda y casi sin ingresos, no podía costearse esos alquileres sevillanos de 300 euros mensuales. Eso supondría casi un tercio de lo que recibía de pensión. Era un piso pequeño, pero coqueto. Tenía un sofá de tela amarillo, que le había comprado una funda de plástico al tapicero del barrio. Ese que pasa con una furgoneta a anunciar los Domingos a las 12 del medio día que estaba ahí y que efectivamente, era tapicero. No fue demasiado caro, ya que el plástico era uno de muestra que le venía un poco grande al sofá, pero con unas pinzas y un poco de maña, se ajustó perfectamente. Con esto, se evitaba tener que limpiarlo con tanta frecuencia, y encima de la mesa redonda, de la televisión y del mismo sofá, había tejido unos pañitos blancos de encaje en el centro cívico. Lo tenía todo a su gusto. Un cuadro con unas flores que encontró en la calle, una bota de vino de la feria de Abril, y una cocina con ollas que debían de tener al menos 15 años, pero ya se sabe: Ya no se hacen las cosas como antes. Antes las cosas se hacían para durar.

Llegó a su piso, picó el botón del ascensor y al morder el trozo de pan, se dio cuenta que era muy crujiente. Se estaba comiendo la otra punta, es decir, se había acabado el pan entre pensamientos.

Mientras bajaba el ascensor, debatió sobre si ir a por una segunda barra o no, pero no le tomó mucho tiempo decidirse. Subió al ascensor, llegó a su destino y cerró la puerta con tres vueltas de llave y dos cerrojos. Ya se había comido una barra entera, ya no hacía falta ni que hiciera la comida. Prendió la televisión y se sentó en el sofá, que hizo un ruido cómico, como de flatulencia al ser todo de plástico comprimido. Ramona soltó una carcajada, ya que siempre le hicieron gracia estas cosas, y se quedó dormida, con las luces apagadas y la televisión encendida. 

Zapatos de cristal de la talla 36

Y vivieron felices y comieron perdices.

Por un tiempo, al menos.

 Todo gracias a aquel zapato de cristal, que perdió cuando tuvo que irse del baile a toda prisa porque a las doce se acababa el hechizo, el vestido retornaba a la condición de trapos viejos (de la tela esa de sacos de patatas marrones), la carroza dejaba de ser carroza y volvía  a ser calabaza, los grandes caballos empequeñecían hasta ser ratones, y ella dejaría de ser princesa para volver a ser una plebeya cualquiera.
Siempre la ha maravillado que sólo a ella el zapato le calzase a la perfección, porque su pie, aunque menudo (un 36) no es en absoluto inusual y otras chicas de la población deben de tener la misma talla.
 Todavía recuerda la expresión de asombro de sus dos hermanastras cuando vieron que era ella la que se casaba con el príncipe y unos años después de la boda real, cuando murieron los reyes anteriores se tornaba en la nueva reina.

 El rey ha sido un marido atento y fogoso, no puede quejarse: ha sido una vida de ensueño hasta hoy: Hoy es el día que ha descubierto una mancha de carmín en la camisa del rey...
 El suelo se le ha hundido bajo sus menudos pies del 36.  Qué desazón sentía dentro, cómo ha de reaccionar ella, que siempre ha actuado honestamente, sin malicia, que es la virtud en persona... Antes de casarse con Felipe, más conocido por su nombre artístico "Principe Azul" las gentes de palacio le dieron unas clases de etiqueta. Pero una cosa era saber cual de los setenta y cinco tenedores debía de usar para las aceitunas y otra a como reaccionar a manchas fruto del pecado. Para eso nadie le había preparado. No sabía cómo reaccionar o cómo sentirse.

 Seamos sinceros. Repasemos la historia de la monarquía: Que los reyes y reinas y nobles y bravos guerreros tienen amantes no era ningún secreto.  Además, las manchas de carmín en las camisas siempre han sido prueba clara de adulterio, eso sale hasta en las películas románticas de los 90. Quién puede ser la amante de su marido? Ahora la reina Cenicienta, primera en su nombre, tiene dos opciones: Debe decirle que lo ha descubierto o bien disimular (como sabe que es tradición entre las reinas, en casos así, para no poner en peligro la institución monárquica)

 Entonces la pobre Cenicienta empezó a pensar; por qué el rey se ha buscado una amante? Acaso ella no lo satisface suficientemente? Quizá porque se niega a prácticas que considera perversas, o que la iglesia las tiene tachadas de inmorales tales como sodomía, felaciones y lluvia dorada. Así pues,  él las busca fuera de casa. Decide callar. También calla el día que el rey no llega a la alcoba real hasta las ocho de la mañana, con ojeras de un palmo y oliendo a mujer. También calla el día que quería hacer uso del amor marital, pero a Felipe no se le levantaba, y tenía ese olor a ácido úrico y salfuman que desprende el sexo femenino cuando explota de felicidad y éxtasis.

Pasaron los días, les semanas, y lejos de menguar, la curiosidad de Cenicienta salió a la luz: Dónde se encuentran el rey y su amante? En un hotel, en casa de ella, en el mismo palacio? Hay tantas habitaciones en este palacio, que fácilmente podría permitirse tener a la amante en cualquiera de las dependencias.

 Tampoco dice nada cuando los contactos carnales que antes establecían con regularidad de metrónomo, noche sí, noche no; se han espaciando hasta que un día se percata de que, desde la última vez que la penetró, han pasado más de dos meses. En la habitación real, llora cada noche en silencio porque ahora el rey ya no se acuesta nunca con ella. La soledad la reseca y le irrita muchísimo.  Habría preferido no ir nunca a aquel baile, que esa estúpida hada madrina no le preparara con su magia profana aquél vestido de piedras preciosas, o que el zapato hubiese calzado en el pie de cualquier otra muchacha antes que en el suyo. Así, cumplida la misión, el enviado del príncipe no hubiera llegado nunca a su casa. Y en caso de que hubiera llegado, habría preferido incluso que alguna de sus hermanastras calzara el 36 en vez del 41 y 42, números demasiado grandes para una mujercita. Así el mensajero aquel no habría hecho la pregunta que ahora, destrozada por la infidelidad del marido, le parece fatídica: si además de la madrastra y las dos hermanastras había en la casa alguna otra muchacha. De qué diablos  le sirve ser reina si no tiene el amor del rey...  Lo daría todo por ser la mujer con la cual el rey copula extraconyugalmente.

 Mil veces preferiría protagonizar las noches de amor adultero del monarca que yacer en el vacío del lecho conyugal. Antes querida que reina!

 Decide adherirse a la tradición y no decirle al rey lo que ha descubierto.  Actuará de forma sibilina: La noche siguiente, cuando tras la cena el rey se despide educadamente, ella lo sigue. Y  lo sigue por pasillos que desconoce, por ignoradas alas del palacio, hacia estancias cuya existencia ni siquiera imaginaba. Vuelta aquí, vuelta allá, mirando cada tanto hacia atrás para percatarse de que nadie le sigue,  el rey la precede con una antorcha, para espantar las tinieblas de la noche oscura.  Finalmente se encierra en una habitación y ella se queda en el pasillo, con el bruno nocturno como único acompañante.

El silencio es abrumador. No se escuchan pájaros piar, ni grillos cantar, ni perdices revoloteando. El sol se ha escondido y ha dejado paso a la mortecina luna, que con su luz azulada alumbra la penumbra con un toque de nostalgia. Y cuando sus pezones empiezan a erizarse por el frío,  pronto oye voces.
 La de su marido, sin duda. Y además, puede escuchar la risa gallinácea de una mujer, eso si,  superpuesta a esa risa oye también la de otra fémina.  Está con dos, como poco.

 Cenicienta, procurando no hacer ruido, entreabre la puerta.

 Se echa en el suelo para que no la vean desde la cama, y mete medio cuerpo en la habitación. El suelo de piedra gris es mucho más cálido que la alfombra turca esa que tienen en su alcoba,  y la luz de los candelabros de plata proyecta en las paredes las sombras de tres cuerpos que se acoplan, que se mezclan, se unen y se regocijan en pecado y lujuria.

Le gustaría levantarse para ver quién está en la cama, porque las risas y los susurros no le permiten identificar a las mujeres. Desde donde está, echada en el suelo, no puede ver casi nada más, porque las velas tampoco son demasiado luminosas. Cumplen su cometido, iluminan lo mínimo y además les brinda privacidad.

 Por ello no puede ver casi nada. Solo las siluetas en la pared, el rumor de la luna por la ventana, una jarra de vino y unas copas de bronce en la mesita de noche, y junto a ella, a los pies de la cama, tirados de cualquier manera, los zapatos de su marido y dos pares de zapatos de mujer, de tacón altísimo, unos negros del 41 y otros rojos del 42.