Siempre recordaré ese día. Decir siempre en mi estado, quizá
no es algo digo de admirar, o algo muy destacable, pero es la pura verdad. Me
desperté a las seis y media de la mañana, encendí el fogón pequeño y puse la
cafetera, cafetera que ya había preparado desde ayer. Era una mañana
fantástica, de esas en las que agradeces al cielo y a la virgen de estar vivo.
Vallvidrera era un sitio bonito para vivir, tranquilo y con muchas zonas
verdes. Esa mañana de Mayo nos despertamos con un cielo perfecto, todo Collserola
estaba despejado. Ni una nube de esas rojas y anaranjadas que suele haber por
las mañanas en la costa catalana, ni el rumor de una luna que tarda en irse a
dormir. El cielo de color pipermint nos dejaba ver a los patos y a las urracas
y a las otras aves que venían a veranear en estos lares formando esas enormes V
en el cielo, perfectas y simétricas, que más de una vez todos nos hemos
preguntado como se las ingeniaran para hacer tamaña hazaña mientras
holgazaneábamos tirados a la orilla del Llobregat mientras veíamos pasar el
tiempo.
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Flish-flash y el café que sale por la cafetera. Siempre me
distraía por las mañanas, y la base de la cafetera pasó de ser color plata
brillante a ser de un marrón con tintes negros, vientos de muerte y de
tormenta. El café mezcla se había
acabado hacía un par de días, y estaba tomando uno natural, que aunque me daba
bastante angustia, con un buen par de pastillas de sacarina entraba casi bien.
Taza en mano, sol de verano y una torrada del pan de ayer que dejé olvidado,
más por pereza que por descuido, en la mesa junto unos cortes de jamón de la
cena.
Fui al sofá y aparté a Currito, un gato persa que me
demandaba solamente cuando le convenía, y que había dejado mi camisa blanca
como una obra modernista hecha de pelos imposibles. Refunfuñé y me dirigí hacia
el armario de la habitación de invitados. Realmente, desde que Paula me había
dejado, la casa estaba muy sola, triste y olvidada.
Todo era muy duro, o
más duro de lo que podría ser si ella estuviera aquí apoyándome. Maldije al
gato, pues aunque no domino el noble arte de la plancha, ayer me esforcé y el
cuello de la camisa había quedado como nuevo.
Me conformé con una azul cielo, que guardaba ya inadvertida
al final de esa barra de acero que tienen los armarios y que cuelgan perchas de
colores alegres y de colores tristes, de madera y de plástico, y de pantalones
y de camisas. Nunca había comprado perchas – al menos no lo recordaba- así que
no podía dejar de pensar de donde diablos habían salido tantas. Paula tampoco
es que se dejara la nómina en perchas. Realmente, ¿alguien alguna vez ha
comprado una percha? Y así, sin demora, me encontré poniéndome la camiseta de
tirantes blancas, preludio a un abrochado azul por falta de abrochado blanco y
frush-frush y la brocha de afeitar llena de espuma. No soy muy asiduo a la
limpieza, y mi higiene deja mucho que desear. Eso es lo que me deja ver la
sociedad, pues un hombre ha de oler a hombre a mi parecer, igual que un perro
huele a perro y un caballo huele a caballo. Si encolonias y perfumas a un
hombre, automáticamente pierde su razón de tal. No hay que ir hediondo y
expeliendo olor, pero tampoco hay que oler a flores silvestres con toque de
almizcle. Un hombre ha de oler a eso:
a Hombre. Pero esa mañana, mis
compromisos sociales me exigían una pulcra presencia. Dicho y hecho: Probé la
corbata negra a rayas, la negra a rombos y la negra con puntitos. No me
satisfacía ninguna, así que decidí ir sin. Americana negra, pantalones con la
raya perfectamente planchada y camisa azul. Formal pero informal a la vez.
Apagué la radio y me dispuse a bajar a la calle.
El cielo había dejado de ser de color pipermint, y ya no
había una sola ave en todo su magno esplendor. Unas nubes se acercaban al ritmo
y son de la tramontana, nubes negras
como cuervos mensajeros de la parca.
Los jóvenes en bicicleta, reían y cantaban canciones ya
olvidadas, de un tiempo donde yo no tenia que preocuparme por mi salud, ni por
mi economía, ni por los amores o desamores. Tiempos pasados, tiempos mejores.
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Bajé del autobús a eso de las ocho y media, ya que la
clínica del doctor Artensio se encontraba en Mataró, lo que estaba bastante
lejos de Vallvidriera. Fui a la clínica del doctor Artensio en particular
porque lo vi anunciado y recomendado en una prestigiosa revista de medicina
olvidada en la consulta dentista del doctor Minet. Minet siempre alardeaba de
ese ejemplar, ya que le dedican un par de lineas en un artículo de media página
sobre salud bucodental.
En la sala de espera blanca e inmaculada, veía como futuras
viudas iban en dirección a la capilla. Capilla a la que en alguna ocasión hasta
yo mismo fui en busca de consuelo de nuestro señor, fuerza y protección de
Cristo. Poco encontré. Poco, pero no nada, ya que fue ahí donde me enteré de
que Paula me había estado engañando con el Doctor Minet. Pues mira, un problema
menos. “Sticks and Stones” que dicen en América.
La recepcionista me
llamó “Señor Txordi Colominas, pase a la sala 1, el Doctor Artensio le está
esperando”. La recepcionista se llamaba Carmen, era una chica cubana que lucía
unos vestidos muy ceñidos bajo una minúscula bata blanca, como diciendo “soy
profesional pero también soy mujer”, y esto segundo, más que decirlo lo gritaba
a los cuatro vientos.
No se que le pasa a la gente de fuera de Catalunya con los
nombres. No pueden pronunciarlos bien. Jordi es Jordi, no Txordi, ni Chordi ni
Gordi. Es como si cuando vayan a un bar, en vez de “morcilla” piden una
“morcija” o “morcicha” o “morcitxa”. Supongo que tienen problemas en el habla
selectivos.
El doctor Artensio estaba sentado en su silla de cuero. Sacó
una carpeta marrón clarito, de esas recicladas mientras yo acomodaba mis
gluteos en una silla de plástico negra, estática y aburrida. Abrió la carpeta y
me dio la noticia;
-Padece usted un caso grave de cáncer de mama. -me comentó
sin apenas apartar la vista de la carpeta-
Ha derivado en metástasis y ya ha afectado a los dos pulmones, al hígado
y al bazo.
-Pero se puede curar, ¿verdad? Podríamos extirpar la mama,
como comprenderá no me es útil.
-Podríamos extirpar la mama, si – se burló- Pero como
comprenderá usted, señor Colominas, sin pulmones, hígado y bazo si que no puede
vivir. Le quedan dos meses de vida.
Horas mas tarde, desperté en un charco de vómitos y orín. La
boca me sabía a porquería, ese sabor tan característico que te deja el buen
whisky escocés al día siguiente, cuando te has bebido a el, a su hermano el
irlandés y a su primo el bretón, aunque todos estén destilados
en Jerez de la Frontera. No recuerdo nada de lo que hice, y esa era una buena
señal. No podía seguir con esta noticia. No quería seguir y mi plan de
emborracharme cada noche hasta cumplir los dos meses no me satisfacía en
absoluto.
Fui al geriátrico de Sant Jordi, que se encuentra en El
Prat. Ahí mi madre pasó sus últimos días de vida, y desde aquella mañana
fatídica de hace ahora cuatro o tal vez cinco años que no voy a ver a mi padre,
que continúa ahí. Hacía mucho tiempo que no iba a visitarle...
tiempo...
Quien lo tuviera...
Bajé del tren (en El Prat aún no había llegado el Metro en
aquel entonces) y me dispuse a caminar hacia el geriátrico.
Mi padre se llama Emili. Ha de ser muy duro enterrar a tu
propio hijo, aunque luego poco recuerdes. Los días eran muy dispares para el. A
veces tenía días maravillosos, y otras veces eran días horribles. El caso de mi
padre es un caso excepcional. Padece cáncer de próstata, Hepatitis C, gonorrea
y sífilis desde que hizo la mili, y además padece de ataques de asma. Tiene
tantas cosas que la misma dolencia anula a la otra, por lo que los médicos
creen que si le trataran para alguna de ellas, no sobreviviría. Es lo que
llaman un caso de “obstrucción simultánea”, todas quieren atacar a la vez y se
eliminan entre si. Pero lo más duro es el Alzheimer. Hay días en los que te
podría recitar claramente cualquier manuscrito de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky , y hay
otros en los que usaría tenedor para comer la sopa esa insipida como de apio y
azufre que sirven en las clinicas.
Subía la planta
número seis chino-chano por las escaleras, porque el ejercicio es bueno para el
corazón y no me apetecía compartir el ascensor con las marujas que venían a ver
si su tía-abuela iba a tardar mucho en estirar la pata y dejarles en herencia
los ahorros de toda una vida de trabajos en la fabrica.
Abrí la puerta de la habitación número 23, donde con las
persianas bajadas y la luz de la mesita muy tenue, pude vislumbrar la figura de
mi padre mirando fijamente el espejo de su cómoda. Vestía un largo camisón rosa
de seda, dos collares de perlas, pendientes igualmente de perlas y se había
echado colorete y pintado los labios como una prostituta vietnamita. Al
parecer, este travestismo tardío le aliviaba a su manera el hecho de perder a
su mujer, y con las iniciales de Enriqueta Palomer bordadas en la bata a tonos
violáceos, Emili se encontraba mejor con sigo mismo, y con una situación casi
desesperante.
-Buenas tardes, padre.
-Y madre! - Interrumpió- Ya nunca saludas a tu madre, Jordi!
0
Bueno... Al menos sabía quien era yo. Eso facilitaba mucho
las cosas. Hoy parecía que iba a ser un día bueno.
-Verás padre... Y madre. Hace unos meses que estoy
asistiendo a la clínica del Doctor Artensio, donde llevábamos a Madre antes
de...
-Jordi, mañana por la mañana voy a suicidarme -interrumpió, interrumpieron- Hace
mucho tiempo que no se que día será ayer, y que no se si el mañana algún día
podré recordarlo. El tiempo ha dejado de tener valor para mi, y los días en los
que estoy lucida son días de tristeza. Soy un viejo de 87 años al que le falta
una pierna, tengo varias enfermedades y tengo que estar conectado a una maquina
de oxigeno para poder sobrevivir... Sabes, hijo... No es una decisión que haya
tomado a la ligera.
-Ya veo. Lo has meditado bien?
-Si, claro. No ha sido sencillo, no está en la naturaleza
del ser humano decidir en acabar su vida. Pero ya estoy cansado de luchar.
Estoy cansado de recordar a tu madre, de recordar tu infancia y de olvidar lo
ocurrido en la mili y todo eso. Quien sabe si en una hora podré estar cuerdo de
nuevo... Nadie me lo puede asegurar. Lo que si que he estado haciendo, durante
el tiempo que he estado despierto y consciente en esta realidad, es una pequeña
tesis a la vida. Y creo que Dios es justo, y que si me ha hecho sufrir tanto en
vida, es porque he de ganarme mi sitio en el cielo, ya sabes lo que decía tu
madre. No temo a la muerte, temo a la
vida. La muerte es un descanso eterno, y yo ta necesito descansar. ¿Sabes,
hijo? Martinez me comentó que hay unas pastillitas rosas que te las tomas y te
quedas dormido, y no te despiertas nunca mas. Así me gustaría morir a mi,
dormido. No enterarme de nada. Aunque
con suerte, aunque esté despierto, por esta maldita enfermedad que me consume
tampoco me enteraré de mucho. No hay mal que por bien no venga, y Cristo
nuestro señor nunca castiga dos veces.
-Bueno padre. La decisión es tuya, solamente llamame cuando
vayas a hacerlo. Me ha alegrado verte. Me pasaré el jueves.
-Está ben, Jordi. Y no te olvides de llamar. Se que tienes
mucho trabajo, y no quiero ser un estorbo, pero me gustaría que algún día de
estos me llamaras aunque sea para preguntarme como estoy. Cuidate hijo.
Le di dos besos y salí del geriátrico. Sería la doceava vez
que tenía la misma conversación con mi padre. En media hora la olvidaría, y
todo volvería a empezar de nuevo. Ese tal Martinez, el de las pastillitas
rosas, murió antes que mi madre. Él vivía tranquilo, sin molestias ni dolor que
recordar. No mereció la pena contarle lo que me pasaba, porque probablemente
mañana ya se hubiera olvidado mientras se pintaba los labios y esperaba a que
su querida Enriqueta atravesara la puerta del baño.
Ni corto ni perezoso, hice lo que todo el mundo con poco mas
de un mes de vida haría: Una lista de tareas. Plantar un árbol, tener un hijo y
escribir un libro. La primera me parecía inútil, para la segunda no tenía ganas
y para la tercera no tenía tiempo. Me propuse ir a las ramblas a contratar los
servicios de una señorita de compañía, una scort que les llaman los
intelectuales jóvenes de hoy en día y tachar de mi lista “practicar el coito
con una señora de otro país”. Taché
algunas líneas más de la lista, en una semana había ido a visitar “les coves
del diable” de Montserrat, había viajado a París e incluso había montado en
globo aerostático. Cosas banales, pero que tenía que hacer. Y así me fui a
dormir un domingo a las nueve de la noche. Todo estaba oscuro, como la boca del
lobo, y a mi me quedaba poco más de un mes de cuerda, cuerda como la que había
dado a mi despertador de muelle, para que a las 7 en punto, me pusiera en pie
como un coronel del ejercito. Tenía muchas cosas por hacer, y no tenía
demasiado tiempo. Mañana tenía que ir a dar de comer a los patos de la
ciutadella y después ir a comer a un restaurante chino, y comprobar por mi
mismo, si esa comida tan exótica realmente vale tanto la pena como dicen los
grandes poetas por la televisión.
Mi cara esbozó una mueca de ira y desesperación, cuando a
las cinco de la mañana me despertó una terrible tos, tos acompañada de esputos
de sangre y trozos de pulmón. Llamé inmediatamente a una ambulancia, que me
llevó al Hospital de Bellvitge.
En un par de horas en
la sala de cuidados intensivos, los médicos determinaron que tenía que quedarme
ingresado lo que me quedaba de vida. Ni la ciencia, ni mi dinero, ni mi fuerza
de voluntad ni siquiera Dios podía ayudarme. Si que es cierto que viviría dos
meses, lo que no se le ocurrió comentar a ese inútil de Artensio es que uno de
los meses me lo pasaría postrado en una cama sufriendo los peores dolores de
pecho que jamás había experimentado.
Y pude ver por fin mi vida pasar ante mi. Recordé mis días
de monaguillo en la parroquia de Piera, donde me crié, recordé los cielos color
Pipermint que se veían desde la ventana de mi salón que teñían a Collserola de
un azul verdoso casi mágico. Recordé a Martinez y esas pastillas rosas que
tanto me ayudarían en ese momento, y que tanto anhelaba mi padre. Recordé a
Paula, y al maldito dentista. Recordé una película de Lina Morgan que echaron un día en la uno.
Recordé la sopa de avecrem que preparaba mi títa Julia, que era esa tía
solterona que murió sola y virgen, vestida de negro, y con un bigote que sería
la envidia de Pancho Villa. Recordé todas las oraciones que recé a nuestro
señor Jesucristo, a la virgen María y a Dios y al espíritu santo.
Y vislumbré mi propio
funeral. Un funeral donde sólo asistiría mi primo Benjamín y su mujer. Mi
vecina Paquita y al cual mi padre no podría asistir, porque estaría esperando
que mi madre saliera del baño para ir a pasear por el paseo de Gràcia. Vi como me metían en un ataúd de
pino, muy sencillo y con una gran cruz en la tapadera, guardián inmóvil de mi
cuerpo ya inerte, y vi también como el párroco Juan, que oficializaba la
ceremonia, leía los pasajes de Lucas 3:12 y Mateo 1:05 de la Biblia, que eran
mis preferidos. Y vi como desde arriba, la foto de mi madre escudriñaba mi
pijama de madera eterno, mientras recordaba eso que me contó hace tanto
tiempo...
Me contó que las estrellas son las almas de todas las
personas que habían sido fieles a Cristo, y que se habían ganado la vida eterna
a pesar de que han muerto, y que cuidan a los suyos desde los cielos y les
guardan de lo malvado.
¿Como si en el
firmamento hubiera sitio para tantos, no?
Y, ¿que pasaba con
todas las personas justas que habían nacido antes de Cristo? ¿Ellas no tenían
derecho de estar ahí? ¿Y si nos guardaban de lo malvado y perverso, porqué
habían guerras? ¿Porqué Paula me dejó? ¿Porqué Madre se fue antes que Padre, si
ella estaba cuerda y el no es consciente de nada?
Y entonces comprendí que lo único que sube al cielo cuando
mueres, son las flatulencias que sueltan las lombrices cuando devoran tus
despojos dentro del ataúd. Y que esto seguirá siendo así.
Una lagrima corrió
por mi mejilla cuando pensé en todo el tiempo perdido caminando a la parroquia
para ver misa, tanto tiempo perdido rezando, tanto tiempo perdido confesándome
y haciendo el bien. Tanto tiempo sin disfrutar...
Tiempo...
Quien lo tuviera.
Y el cielo pipermint se tiñó de un negro mortífero. Negro
que nunca se fue. Nunca se fue para mi.