(1º premio de prosa, concurso floral del Baldiri Guilera 2010)
Este cuento es bastante especial para mi. Lo escribí cuando tenía 16 años, recién empezaba Bachillerato en el instituto Baldiri Guilera. Por ese tiempo, no era muy de ir a clase, y me pasaba los días en casa de mi amigo Joan, saqueando su nevera y profanándo los sofares para echar las mas largas siestas de la historia. Presenté este cuento porque, había un compañero de instituto que durante toda la ESO ganó el primer puesto de prosa castellana y este año presentaba su obra más "personal y ambiciosa". Así que me puse manos a la obra. En esa época se empezó a poner de moda Paulo Coelho, y viejos perros de la literatura mal llamada " de auto-ayuda" (porque si fuese auto ayuda tendrías que escribir tu el libro) así que me decanté por un cuento que reflejara la moda de ese tiempo, y así, escribí un relato de suspense/autoayuda en el limitado espacio de "tres caras en arial 12 a doble espacio". Hoy os presento este pequeño cuento, que trata de la desesperación, del miedo a lo desconocido y a la soledad, y os adjunto el diploma que arrebaté a Daniel Bautista como primer premio de literatura (ganando un vale de 100€ en Fnac) Lo copio tal y como lo escribí entonces, sin modificar, con las decenas de faltas de ortografía que aun hoy sigo cometiendo.
EL ESPEJO QUEBRADO
Eran las 5 de la mañana de un invierno cruel. El frío azotó fuertemente al pueblo de Babia, de donde yo era procedente. Era temprano, no se porqué me desperté. Mi mujer ya no estaba en la cama. Supuse que, seguramente, había salido al mercado a comprar, o quizá estaba en el baño. Pasaron los minutos, y me encontré solo. Cerré los ojos...
Horas mas tarde me desperté, el reloj marcaba las diez. Fui a través del pasillo de mi humilde morada, la cual compré nada más casarme con Quintina. Los años la habían tratado bien. Era hermosa, aunque las arrugas en su rostro, reflejaban los años de duro trabajo para mantener a la familia. No nos habíamos planteado nunca tener hijos, y nuestro fiel Gordivk, un pastor alemán ciego de un ojo, completaba nuestra vida.
Cuando llegué al comedor, encendí la radio. Supuse que la antena se había estropeado, pues no sonaba nada. Ni interferencias, ni ese sonido como de niebla tan peculiar que tienen las radios de los años 50. Pero eso no era lo más raro en la sala: La mesa estaba vacía. Todos los días, durante los más de 20 años que llevo casado con Quintina, ella me dejaba dos tostadas, una taza de café, una pieza de fruta y el periódico encima. Hoy estaba vacía.
Mi cabreo fue magno. Agarré mi cazadora, abrí la puerta y salí a la calle. No sabía porqué diablos Quintina había descuidado sus obligaciones, pero no tenía escusa. Puse rumbo a la taberna de mi hermano Iván, la cual tenía el mejor whisky de toda Babia. Estaba cerrada. “Será lunes” -Pensé-.
Maldiciendo toda existencia, caminé por el sendero que había al lado de la taberna, un magnífico sendero arbolado, que culminaba en un riachuelo, en una colina, donde mi amor por Quintina despertó en una calurosa tarde de Mayo. Me sumergí en mis pensamientos, ajeno de todo lo que pasaba a mi alrededor. A pesar de no ser un camino muy transitado, me extrañó que no pasara nadie. Cuando ya llevaba más de media hora de camino, vi el brillo de un objeto en la lejanía.
“¿Que será? -Me dije a mi mismo- Puede que sea alguna pieza de oro, o un collar de piedras preciosas, o puede que un cofre con monedas...” A más pensamientos me venían a la cabeza, más rápido corrían mis piernas. Cuando llegué al sitio, mi cara puso una mueca de desilusión.
Sólo era un espejo. Un triste y estúpido espejo, que además parecía estar roto. Lo tomé en mi mano, y noté algo raro. El espejo no me reflejaba.
Se podían ver los pinos que habían detrás mío, el cielo azul con sus nubes, e incluso podía ver los pájaros volando hacia el sur. Sin embargo, YO no me podía ver. Una sensación amarga me recorrió el cuerpo, como de desesperación, de miedo, de melancolía. Solté el espejo y empecé a correr. Corrí mucho. Cuando paré a coger aire, me di cuenta que tenía el espejo en la mano. Lo agarré con firmeza y lo lancé tan fuertemente como mi brazo me permitió, y corrí hacia mi casa.
Entré por la puerta, casi sin aliento, y la cerré con sonoro estruendo. Cerré también todas las ventanas y apagué las luces. Me intentaba convencer a mi mismo de que todo esto no era real. Que solamente era una pesadilla. Me metí en mi cama aunque me golpeé fuertemente el dedo meñique del pie izquierdo con el ropero, y sentí ese dolor que en el infierno tienen reservado para los más perversos de los hombres.
Cuando por fin pude conciliar el sueño, me desveló el sonido de la puerta.
Tenía miedo a abrir, así que me di media vuelta e hice como si no hubieran llamado. El “ding-dong” del timbre, cada vez era mas persistente, así que decidí salir de la cama.
Navaja en mano, agarré el pomo de esta, y a mi sorpresa no se encontraba nadie al otro lado. Nadie. Ni un ápice de viento, ni un triste pájaro que se haya quedado atrás... Ni mi fiel Gordivk... Nadie.
Entonces, cometí el error de mirar hacia abajo. Si, ahí estaba. Ese estúpido espejo roto, que había volado Babia a través, estaba en la entrada de mi casa. De repente vi como en el se reflejaba la puerta de mi casa, el cielo azul con sus nubes, los pájaros volando hacia el sur. Todo menos mi silueta. Todo menos mi rostro. Todo... Todo menos mi ser.
Desesperado, melancólico y con miedo, agarré la correa de cuero con la que solía pasear a Gordivk,
La até en una de las vigas de madera de mi casa por un extremo, y me la anudé al cuello con el otro. Subido en un taburete de esos de tres patas, con un rápido movimiento, mi cuerpo suspenso en el aire, fue recordando los momentos mas bonitos de mi vida, los más importantes, hermosos y felices... Y por supuesto... Mi último recuerdo... Fue aquel maldito espejo.
Horas mas tarde me desperté. El reloj marcaba las diez. Fui a través del pasillo de mi humilde morada, la cual compré nada más casarme con Quintina. El olor del café recién hecho, era lo mejor que había olido nunca. Mi sobrino Stephan, me había traído una botella de Whisky como cada mañana, de la taberna de mi hermano Iván. El desayuno estaba preparado, todo volvía a la normalidad. En la radio, se podía escuchar la gaceta informativa, sobre las últimas noticias de Babia. Casi ya me había olvidado de la pesadilla de la noche, cuando llamaron a mi puerta. Fui hacia ahí, a través de la ventana podía ver a los niños jugar, a las aves volar y a los arboles bailar con el viento. Cuando abrí la puerta, no había nadie. Nadie a la derecha, nadie a la izquierda. Nadie. Ni un ápice de viento, ni un triste pájaro que se haya quedado atrás... Ni mi fiel Gordivk... Nadie.
Entonces un resplandor me deslumbró desde abajo. Torné la vista... Y si... Ahí estaba...
Epilogo:
Después de reflexionar, me he dado cuenta que siempre me han hecho las cosas. Era mi madre quien cocinaba para mi, era mi mujer la que después hizo lo propio.
Era mi hermano quien me daba de beber, era mi sobrino quien me traía la bebida.
Paseando por el sendero me di cuenta que no puedo hacer nada SOLO. Paseando por el sendero me di cuenta, que siempre tengo que estar ACOMPAÑADO, aunque nunca lo esté realmente. Todo sigue su curso, es natural. Las flores florecen, el río lleva agua, y los niños se ríen. Pero yo no podía hacer nada por ellos. YO no existía para ellos. Estaba demasiado ocupado preocupándome por que los DEMÁS hicieran mis cosas. Entonces me di cuenta de una cosa:
No es el espejo lo que me da miedo. De hecho, no es ni ese sentimiento melancólico y amargo lo que me da el miedo. El miedo me lo da algo que siempre ha estado conmigo: el miedo me lo da la SOLEDAD. Pues esa soledad era lo que siempre estaba a mi lado. No me dejaba ver a los demás... o mejor dicho, no dejaba que los demás me vieran...y si yo no la quería ella me perseguía, idéntico, exactamente igual como pasaba con ese estúpido espejo.
FIN.
Y para acabar, os dejo con el diploma que me otorgaron:
Salut, nos vemos en un bar!